Opinión
La caída del Muro
Me considero una persona afortunada por haber asistido, en Berlín, a la caída del Muro que dividió la ciudad durante casi tres décadas, pues son pocas las ocasiones en las que tiene uno la oportunidad de presenciar un acontecimiento verdaderamente histórico. En aquel momento, no creo que nadie tuviera una conciencia clara de lo que aquello acabaría significando, pero lo que no se nos escapaba es que aquel sistema comunista que parecía sólido como una roca se desmoronaba sin resistencia bajo el ímpetu de una masa de ciudadanos que por fin cumplía su anhelo de pasar al lado de la libertad. Había conocido el Muro veinte años antes, siendo estudiante, cuando aún eran visibles algunas de las heridas que la guerra había infligido a la zona oriental de la ciudad; y había sido testigo de la rigidez con la que los «vopos» se tomaban el trabajo de vigilar aquella frontera. Los mismos «vopos» que ahora, desarmados, se desentendían de aquella marea humana que abandonaba el Este para respirar en el Oeste. Los periódicos alemanes dijeron entonces que 2,7 millones personas habían cruzado en aquellos días por los enormes boquetes que se abrieron en el Muro aun cuando algunos preferían seguir golpeándolo con sus martillos. Era conmovedor observar cómo eran recibidas con aplausos, canciones y flores en este lado mientras, en el otro, se hacía un vacío estremecedor. Tuve ocasión de comprobarlo en la mañana del domingo de aquella semana cuando, tras pasar el trámite de rigor en el «Checkpoint Charlie» –pues para los extranjeros aún había frontera–, pude ver la Alexanderplatz literalmente desierta.
En alguna parte he leído que el poder no se posee sino que se otorga. Por eso, cuando el pueblo deja de amparar con su crédito a quienes ostentan el poder, éste se desvanece como si nunca hubiera existido. Por eso «es un veneno letal … para las personas sin esfera superior», como escribió Alexandr Solzhenitsyn. Esto es lo que se pudo ver en Berlín hace ahora tres décadas cuando todo un sistema político se disolvía sin dejar rastro. Porque no sólo era Berlín, sino todas las repúblicas populares levantadas por el comunismo soviético. La Revolución de Octubre quedaba enterrada en Europa, seguramente porque no había sido capaz de adaptarse a la ola de conservadurismo que, desde una década antes, estaba cambiando el mundo con el thatcherismo británico –que impregnó occidente–, la revolución islámica de Jomeini, el pontificado de Juan Pablo II y el comunismo capitalista impulsado por Deng Xiaoping en China. Hoy sólo es un capítulo en los libros de historia.
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