Opinión

Censura educativa

La señorita Celaá nos tenía acostumbrados a sus sudokus semánticos en la comparecencia del Consejo de Ministros, pero ayer habló tan claro que parecía que era otra la que pronunciaba. Un «playback», «alguien dicta en las sombras y ella mueve los labios», como en la canción de Radio Futura. «Elegir enseñananza religiosa no es un derecho», aseveró. En la lejanía, los nuevo socios de su Gobierno vieron cómo el cielo se abría en un rompimiento de Gloria que abría paso al mismo Dios y se preguntaban por quién doblan las campanas aún sabiendo la respuesta. Los dignos herederos de la libertad y la justicia, los defensores de los pobres, los salvadores del Planeta, que hasta traerán a Greta Thunberg a la Cumbre del Clima, los vengadores de la Guerra Civil, del neofeminismo, sí bonita, y de todos las nuevas y sutiles dictaduras empiezan a aplicar la censura porque no hay otra manera de que la letra entre sin sangre. Que sepan que a la hora de elegir la educación que quieren para sus hijos se deben arrodillar ante el altar del laicismo, no existe otro incienso con el que borrar el olor a naftalina que le provoca a la ministra, tan de Neguri y de los capillitas del País vasco, un colegio religioso. Paguen de su bolsillo, si es que lo tienen. Como lo hicieron en el convite de su boda. La libertad se ha convertido en un concepto tan pueril que se deconstruye como la tortilla de patatas de El Bulli. La izquierda la aplica sin remilgos para todo lo que enhebra con su ideología. Fuera de ese mundo, está el vacío. El artículo 27 de la Consitución, que viene a decir lo contrario, se lo inventaron en realidad aquellos señores que hoy parecen decimonónicos, para que un Gobierno cegado por la ira lo acomode a su antojo en el trozo de puzzle que falta para su total ingenio social. Haga usted lo quiera, vienen a decir, siempre que se lo permitamos.