Opinión
Antifeminismo
Nunca creí que pudiera escribir, a estas alturas del siglo XXI, una reflexión sobre cierto antifeminismo más o menos doctrinal e incluso militante. Lo entendí, en Occidente, como algo medievalizante, aunque perdure, a lo que se ve. Bien es verdad que la vida hogareña de antaño podría considerarse en algunos aspectos más cómoda, el refugio, para la mujer que trata hoy de compaginar aspectos tan complejos como el trabajo, siempre competitivo, el cuidado de los hijos, el equilibrio emocional de la pareja y hasta el cuidado de los ancianos de la familia. No es fácil en una sociedad en transición como la nuestra, a no se sabe dónde, diversa de anteriores proyectos y poco optimista en futuros humanos y hasta terrícolas. Todavía recuerdo a mi madre, que logró votar durante el período republicano, necesitada pocos años después, para lograr abrir una simple cuenta bancaria del permiso de mi padre. El desenlace de algunas separaciones residía en «depositar» a la mujer y a los hijos en la casa paterna, de donde habría salido para bien casarse o el habitual ahí te quedas. Convendría rememorar aquel pasado antes de demandar el retorno a tareas entendidas como femeninas, como la de coser botones o resituar en los planes de estudio una asignatura de Costura que soportaron nuestras madres y abuelas. Porque los avances en la equiparación de los sexos están muy próximos en las fronteras de la modernidad, ligados a aquella Revolución francesa (siempre la Razón) o a la industrialización inglesa. Me resulta como de otra época lo que se cuenta de sociedades donde predomina el islamismo u otras mentalidades no tan alejadas del esclavismo y que algunos países tímidamente tratan de suavizar. El salto atrás, entre nosotros, de no reaccionar con firmeza, podría producirse y el silencio desdeñoso alimentaría este afán al retorno del idílico dulce hogar que no se ha abandonado.
El seno de la familia vendría a ser el viejo y nuevo refugio de lo femenino, ajeno a las complejidades que acarrea una forma de vida poco propicia a cambios que, a corto plazo, podrían entenderse como radicales. A diferencia de otros países vecinos, aún no hemos logrado tener un presidente de gobierno femenino, aunque sí ministras y altos cargos. La casi totalidad de las empresas del IBEX están presididas y dirigidas por varones. En cambio, en el mundo de los servicios (sanidad, enseñanza, etc.) la presencia de la mujer crece sensiblemente. Pero el antifeminismo, que apenas saca ahora la oreja, deriva de actitudes históricas que, en nuestro país, son profundas. Salvo el caso excepcional de Concepción Arenal, nuestro siglo XIX permanece virgen de cualquier reivindicación feminista. De hecho, la falsa sensación de que las mujeres avanzaban hacia la equiparación resulta reciente. Nace más allá de la Transición y se acelera en los últimos decenios. Una masa amorfa, formada por ambos géneros, permanece ajena, porque las formas de vida no logran alterarse por decreto. Mucho tuvo que ver en este retraso la actitud de una Iglesia Católica dominante en nuestra sociedad que defiende el celibato e impide que, por el hecho de ser mujer, ésta no logre avanzar en una cúpula vaticana, donde prevalece el género masculino.
Casi desaparecida la esclavitud o revestida ahora con otros ropajes, la condición femenina en amplias zonas de nuestro planeta debería avergonzarnos. Ni siquiera lo hicimos en aquellos años, antes al contrario, gracias a ella pueden advertirse los orígenes de algunas fortunas, herederas de los antiguos cultivos de la caña de azúcar en Cuba y Puerto Rico. Ahora parece exagerado establecer cualquier comparación entre situaciones tan distantes. El antifeminismo de ahora tan sólo se limita a insinuar ciertas vías de regreso al pasado. Sociedades que entendemos como avanzadas, como la suiza, construyen toda suerte de impedimentos (horarios escolares, medias jornadas laborales, por ejemplo) que impiden que las mujeres compitan en igualdad de condiciones de trabajo y alcancen con mayores dificultades puestos directivos. Cierta comodidad económica las llevará a renunciar a sus profesiones. Sin embargo, siempre creí que el feminismo era y sigue representando el futuro. Las mujeres, por un ancestral condicionante resultan más flexibles, más partidarias de los acuerdos. En su mayoría mantienen aquellos valores de maternidad que nada tienen que ver con la docilidad. Son, por lo general, más organizadas y eficientes en el trabajo. Un mundo dominado por mujeres resultaría, por ello, más habitable para todos, incluidos los hombres, que deberíamos acompañarlas en este itinerario hacia la eficaz equiparación. Pero la tarea fundamental de mujeres –y también de hombres– reside en rescatar entre la población femenina aquéllas que se muestran no sólo indiferentes al proceso, sino contrarias al mismo. No creo que sea suficiente con el desdén, sino que debería utilizarse un sólido argumentario. Ya no es necesario recurrir a las socorridas imágenes de las sufragistas, tan oportunas en otro tiempo. Conviene que Occidente siga siendo el faro que iluminaría la equiparación. Los valores masculinos también existen y hasta la diversidad de sexos que muchos admitimos sin reparos. Pero una larga tarea nos espera.
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