Opinión
PISA y más
En las holgadas cuatro décadas de democracia que han transcurrido desde el final del franquismo, España ha dado un paso gigantesco en cuanto a la educación. A mediados de los setenta, los españoles sumaban, como media, poco más de cinco años de escolarización, y ahora estamos en más de diez. Sin embargo, el esfuerzo que ha servido para alcanzar esta cifra no es suficiente, pues sólo hemos llegado al nivel que mostraba la media de los países de la OCDE hace veinte años. Lejos, muy lejos aún para considerarnos un país educativamente avanzado, sobre todo si tenemos en cuenta, además, que nuestro rendimiento escolar es mediocre. Ha sido precisamente ese organismo internacional quien lo ha puesto de relieve en los informes PISA referidos a los estudiantes de quince años. Sus puntuaciones en lectura, matemáticas y ciencia así lo manifiestan, mostrando un desfase con respecto a las naciones más avanzadas en este terreno. Que esto se publicite no gusta ni a los sindicatos de profesores ni a las asociaciones de padres; y es notorio que, entre ellos, hay un amplio movimiento que se opone a las evaluaciones del desempeño educativo. Tal vez por eso, en la última de las pruebas realizadas ha habido problemas que, según la OCDE, impiden publicar los datos españoles por carecer de homogeneidad con los de los demás países.
PISA no es el único estudio que destaca la mediocridad educativa en España. También lo hace el PIAAC –otro producto de la OCDE– en relación a la población adulta. Por ejemplo, la que cuenta con formación universitaria aparece en el último lugar del ranking correspondiente a la comprensión lectora o las matemáticas. Estos trabajos revelan que lo singular de España es que no cultiva a sus élites. Éstas son extraordinariamente estrechas, de manera que los adolescentes o adultos mejor formados apenas superan el diez por ciento del total, cuando lo habitual es que se duplique esa proporción e, incluso en los países más avanzados se triplique. Esta aversión al ejercicio de la inteligencia es, seguramente, un producto bastardo del igualitarismo que se ha pretendido imprimir en la escuela, desde la enseñanza primaria hasta la universitaria. No son pocos los que obvian el hecho de que la capacidad intelectiva de la población muestra una distribución aproximadamente normal que tiene una cola de bajo y otra de alto nivel. Guste o no, son los individuos que ocupan esta última los llamados a formar las élites del país en todos los ámbitos. Evitar su ensanchamiento, dificultando su formación académica en nombre de la igualdad –algo que debemos principalmente a la izquierda– es un error que ya estamos pagando todos.
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