La investidura de Sánchez

PSÁNCHEZ versus PSOE

El PSOE ha gobernado en España más de veinte años, ha estado en la oposición, ha sido partícipe en la elaboración del consenso constitucional de 1977, ha luchado y ha sido víctima del terrorismo de ETA, ha sido un actor leal que ha permitido la estabilidad política y ha atendido a los asuntos de Estado cuando se le ha reclamado y defendido la Monarquía parlamentaria. Ha estado inmerso en casos de corrupción –como también lo ha estado el PP–, ha habido críticas y debates feroces contra sus políticas, en sede parlamentaria y en la calle, como también él ha dirigido las suyas contra sus adversarios, populares, especialmente, como mandan las reglas democráticas. Pero, por encima todo, sabíamos cuál era su posición en los asuntos fundamentales que afectan a la gobernabilidad del país.

Desde la llegada de Pedro Sánchez a la secretaría general puede decirse que este partido se ha convertido en un aparato hecho a la medida de los objetivos estratégicos de su líder y no al revés. Es otro partido. Es decir, sin límite alguno ni control orgánico. En la resolución del Comité Federal del 25 de diciembre de 2015 –siendo ya secretario general Sánchez– se dice que el partido rechaza «de manera tajante, cualquier planteamiento que conduzca a romper con nuestro ordenamiento constitucional y que amenace así la convivencia lograda por los españoles». En la misma reunión se acordó no emprender contactos con Podemos si no retiraba su propuesta de realizar un referéndum en Cataluña. El partido de Pablo Iglesias no sólo no lo ha retirado, sino que ha sido el mayor impulsor de una acuerdo con los independentistas. Una vez conseguido el poder absoluto en el partido –gracias a su victoria refrendada en la militancia–, Sánchez negocia un gobierno de coalición con Iglesias y pide a ERC que se abstenga para su investidura. Ningún dirigente en activo dentro del PSOE o barón ha alzado la voz contra una decisión política de alto riesgo y descrédito al propio partido y al conjunto de país: negociar el Gobierno con los que dirigieron un golpe contra la legalidad democrática.

Ayer, Josep Borrell, el todavía ministro en funciones de Exteriores, a la espera de tomar posesión como Alto representante de la UE para Asuntos Exteriores, dijo que ponía en duda que ERC fuera «una fuerza progresista» y que consideraba una anomalía que la investidura tuviese que depender de un político independentista condenado por sedición. Así de grave es la situación. Pero también es cierto que se esperaba más de Borrell, una actitud más determinada, sobre todo cuando Sánchez aceptó la reunión bilateral con Torra en aquella vergonzosa cumbre de Pedralbes. No sólo entraba en contradicción con lo que ha expresado en otras ocasiones (en la histórica manifestación del 8 de octubre de 2018, en Barcelona dijo: «Todos tenemos un poco de culpa de haber estado callados demasiado»), sino porque esta pusilanimidad de ahora ha dejado hacer a un Sánchez dispuesto a pactar con ERC o Bildu para conseguir su investidura.

Este último ejercicio de funambulismo político sin red –a costa, claro está, del futuro de todos los españoles– se está llevando a cabo sin más trabas que la crítica de la oposición. Hay algunas voces discordantes desde la autoridad moral de haber sido diputados constituyentes capaces de forjar consensos que preservaran la convivencia y la unida territorial. El manifiesto «Carta a los españoles», firmado por ex dirigentes a izquierda y derecha –Guerra, Marcelino Oreja, Virgilio Zapatero, Enrique Múgica, Saavedra, García Margallo, Ramón Tamames, Soledad Becerril, Sáenz Cosculluela, Rodríguez Ibarra o el histórico dirigente de UGT Nicolás Redondo– viene a sumarse al de hace unos días –«La España que reúne»– contra un pacto con los independentistas que han llevado a España a una «hora difícil».