Opinión

Laberinto político

Primero fueron laberintos de trazas físicas (Grecia era siempre la fuente y Herodoto ya advirtió de un precedente egipcio), pero el poder de la literatura creadora de Jorge Luis Borges –las palabras poseen valor fundacional– llegó a apropiarse de un concepto que resuena desde ámbitos metafísicos. Los partidos que dicen representarnos se han multiplicado a derecha e izquierda y los antes turnantes atraviesan el laberinto sin salida aparente, que contribuye a la expectación. Pero la característica del laberinto, fundamento del juego y hasta del recuerdo, consiste en descubrir esta incógnita salida. Siempre hay una. Conviene disponer tan sólo de tiempo y paciencia. Pero la política española en esta evolución postmoderna, la del siglo XXI, había dejado pasmado e inerte al votante. Descontentos con los políticos de mayor edad, buscaron en los jóvenes otras ideas. Alguna hay, pero los bloques, derecha e izquierda, se mantienen. El proceso de desgaste se veía venir desde hace años. Nada resulta nuevo en esta Tierra que lamentamos ir destruyendo y resucitar a base de magnas convocatorias internacionales, en las que no están los que deberían estar: mera fachada. Tras el paro, los políticos de no importa la promoción, han escalado hasta el segundo puesto de preocupación ciudadana después del paro: es mérito. Disponemos ahora, además, de un ingente repertorio de formaciones políticas en el conjunto de España y en cada una de ellas pueden advertirse derivaciones y complejidades de todo orden. Ya hace demasiado tiempo que sonó la campana de salida para formar un gobierno que, a ambos lados del espectro se ha diversificado y multiplicado hasta la aberración. No llego al punto de admirar aquel franquismo de partido único y señor supremo, pero los países del sur de Europa y nuestros hermanos latinoamericanos pocas veces llegamos a gozar de la serenidad que otros, antes admirables como Gran Bretaña, están ahora inconscientemente dilapidando. En este momento, sin embargo, nos enfrentamos a un laberinto pluripartidista. El presidente, casi siempre en funciones, desearía enderezar el rumbo de una nave en la que, pese a no disponer de gobierno estable, como con frecuencia su hermana Italia, parece que la economía se resiente menos de lo esperable a lo largo del fatigoso recorrido laberíntico. Borges lo entendió como una gran biblioteca, semejante a la de Buenos Aires, en la que permaneció años pese a su ceguera. Moverse entre libros de diversa entidad no deja de tener peligros, aunque la hazaña se irá desvaneciendo, porque el libro también perece, aunque resistirá en un tiempo impredecible aferrado a su propio laberinto.

Los líderes creen defender con fe idearios mediante tácticas que deberían salvar al país, tantas veces salvado y a tan altos costes. El presidente en funciones ha presidio una magna asamblea para salvar la Tierra, condenada a la destrucción por esta raza humana que la habita y que acabará inmolándose con ella tras largas travesías de desiertos. El multipartidismo esconde el oscuro deseo que cada uno desearía defender su propio y esencial partido mediante ideas, aunque no las tenga, convirtiéndose en el monstruo que acaba devorándose en espacios ajenos. El que le correspondería resultaría personal, intransferible.

Ya nadie ha vuelto a debatir sobre la oportunidad senatorial, porque resistimos cualquier reforma básica. Políticos y votantes añoramos unas Navidades tranquilas y además con gobierno, aunque Sánchez admita ya que tras el diciembre del fum,fum,fum (humo), llegará un frío e inhóspito enero, tal vez más propicio. Es mucho más fácil que Papá Noel, cuando no tengo ya niños en casa, llame a mi puerta. Pasarán los Reyes Magos y Esquerra Republicana seguirá reflexionando sobre lo que más le conviene: favorecer a un gobierno progresista, como gusta denominarse, descalabrar JxS o abandonar a Puigdemont en su tan merecido Waterloo. Es jugada a varias bandas y sensibilidades. Ronda siempre por estos ámbitos el sencillo término de traición. Los catalanes se han sumado al deporte de entenderse y observarse como traidores entre sí y frente a cualquier institución. Rufián, líder libre, pasó de diversión en el Congreso a preocupado hombre de estado que, a las órdenes de un Junqueras mártir, debe decidir, con rostro taciturno, no sólo los destinos de la Cataluña del futuro, sino el presente de este complejo laberíntico político, territorial e ideológico panorama, una España que siente ajena.

En siglos anteriores los jardineros, imitando a los creadores de Versalles, construyeron laberintos vegetales, que son los que se nos vienen a la cabeza al aludirlos. Era difícil imaginar que Borges, «un anarquista de derechas» como se definía, hubiera podido concebir un laberinto, no libresco, sino de partidos políticos. Sus enemigos fueron siempre los peronistas que a estas alturas pocos sabemos ya en qué consiste su pensamiento e ideología, aunque duren y duren. Parte del multipartidismo carece incluso de sustrato ideológico. ¿Alguien puede imaginarse cómo serán este país y sus organizaciones políticas dentro de cincuenta años? ¿Se mantendrán en pie la democracia según la concebimos, el liberalismo económico o las formas de poder? No vale remedar al tanguista con lo de que veinte años son nada. Se conoce, no sin temores, la difícil salida del laberinto. Pero, ¿hacia dónde nos conducirá?