Opinión

Pedro Sánchez y la OTAN

Recientemente, los líderes aliados reunidos en Londres reflexionaron acerca del papel que corresponde desempeñar a la OTAN en el 70º Aniversario de su fundación, cuando el inmenso poder militar soviético amenazaba a las naciones del Occidente europeo, devastadas por la guerra y, en consecuencia, casi inermes por falta de recursos para defenderse. Pedro Sánchez asistió a la cita.

La reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial fue posible gracias a la asistencia de Estados Unidos, que tomó a su cargo, en lo sustancial, las responsabilidades militares de sus aliados de ultramar. Así fue como el estado del bienestar pudo rescatar a las sociedades europeas de los cantos de sirena entonados por el comunismo internacional al otro lado del telón de acero.

No es menos cierto que, al promover el Tratado de Washington en 1949, la superpotencia occidental velaba por su propio interés, puesto que su poder nacional descansaba en la supervivencia de las economías de mercado a uno y otro lado del Atlántico. Esta es la primera lección que el Sr. Sánchez y sus asesores –que los tiene– deberían deducir de la efemérides: la participación como actor internacional en una Alianza es un instrumento para complementar el poder nacional en defensa del propio interés, sobre la base de la reciprocidad: do ut des, decían los romanos.

Corolario sería que, sin aportación al esfuerzo común, no hay rol alguno que desempeñar en una alianza. Pero tal vez haya algo más importante: sin determinación para defender el interés nacional, no sólo es incomprensible contraer responsabilidades de defensa colectiva, sino incluso formar juicio alguno sobre los gastos de defensa. En la Cumbre de Gales de 2014, España, junto con sus aliados, asumió el compromiso de elevar el esfuerzo de defensa a un 2% del PIB. Cinco años más tarde, seguimos en un vergonzoso 0,92%, en el penúltimo lugar entre nuestros aliados. Por algo será.

Tan ocupado en mantenerse a toda costa en la Moncloa, el Presidente del Gobierno de la Nación, no parece interesado en estas cosas. De hecho, ha asistido impertérrito, desde su escaño en el banco azul, al espectáculo de unos representantes de la Nación que, en número significativo, han arrojado con sus retorcidos juramentos por el planeta, el sol o la luna, la más fundada sospecha de que no los honrarán. Y su correligionaria socialista, la Presidenta de la Cámara, lo ha permitido. ¿Qué interés, qué determinación nacional ha podido esgrimirse ante los aliados, en semejante estado de cosas?

Sumidos en el caos de este demencial Estado de las Autonomías, ciudadanos, representantes y gobernantes acaso hayamos dejado de percibir que España está en el planeta, pero en el de verdad, no en la artificial luna ideológica de la niña Greta y sus biempensantes seguidores. Y es éste un mundo policéntrico, donde el multilateralismo cede terreno ante la acción de actores internacionales, en gran medida extraeuropeos, que pugnan por imponer sus propios intereses. España debería velar por los suyos.

Tendremos que esperar a la publicación de los documentos de la Cumbre para saber qué han decidido las naciones aliadas acerca del futuro del Pacto Atlántico. Quisiera decir lo que hemos decidido, pero sería puro voluntarismo ante la evidente automarginación internacional de nuestro país, por la falta de compromiso que su Gobierno crónico, o en funciones, evidencia en la defensa de sus intereses, de los vitales incluso: la soberanía e independencia de España, su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.

Lo de menos siempre ha sido que el Sr. Trump riña o no al Sr. Sánchez por incumplir la palabra dada en Cardiff a sus aliados en nombre de la Nación. Lo preocupante es que no parezca que nos importa.