Opinión

Hasta el esperpento final

La sentencia del TJUE que ha resuelto la cuestión prejudicial planteada por nuestro Tribunal Supremo en relación con la inmunidad de la que pudiera gozar Oriol Junqueras como eurodiputado y, al mismo tiempo, como acusado –hoy condenado– por la comisión de un delito de incontestable gravedad ha producido perplejidad a no pocos españoles, entre los que me incluyo. Y entiéndaseme bien, porque mi perplejidad no se refiere en absoluto a los razonamientos de la sentencia, que son impecables. No, mi perplejidad se refiere a los dislates que se ponen de manifiesto cuando un ordenamiento como el nuestro, que se está revelando desesperantemente imperfecto o insuficiente, se tamiza o se filtra por jueces –los del TJUE– que carecen del callo del surrealismo que empieza a convertirse en nuestro distintivo nacional. Y así vamos, de dislate en dislate hasta el esperpento final.

Por decirlo muy llanamente, pareciera que nuestro ordenamiento sólo sabe proteger a sus ciudadanos y a su propio Estado de los delitos, vamos a llamarlos así, normales. Es capaz de proteger del asesino que mata, del ladrón que roba, del violador que viola o del funcionario desleal que malversa o prevarica. No digo que no sean conductas aborrecibles o que no causen daño o que no tengan una trascendencia social, que evidentemente la tienen, pero sí es cierto que, delito a delito, recaen sobre víctimas concretas a las que se limita el daño, cuando menos el daño inmediato. Y no faltan políticas activas de prevención que incluso pueden llegar a permitir que esos delitos no se cometan o que se cometan menos.

Sin embargo, cuando el daño derivado de la violación de la Ley afecta masivamente a toda una sociedad, enfrentándola; cuando por activa o por pasiva se animan o toleran comportamientos callejeros violentos de extrema gravedad llevados a cabo por grupos organizados con nombres exóticos; cuando el perjuicio económico que resulta de esa misma violación no se traduce en una persona desvalijada, sino en miles de millones de euros perdidos o dejados de ganar; o cuando la deslealtad no se refiere a un funcionario, sino a toda una Administración utilizada instrumentalmente para perjudicar al Estado desde el Estado, entonces parece que nuestro ordenamiento carece de instrumentos idóneos para sancionar, impedir o prevenir esas infracciones. Eso es a lo que yo llamo dislate, que se define como disparate, que a su vez quiere decir barbaridad, que significa dicho o hecho necio o temerario. Échenle un ojo al diccionario de la RAE y verán que no miento.

El episodio que ha motivado la sentencia del TJUE a la que me refería en un inicio es un ejemplo más, y no menor, de ese estado de cosas. La sentencia –insisto, de razonamientos impecables–, explica que las inmunidades con las que se protege a los parlamentarios europeos no son una prebenda personal, sino que se «concretan en garantizar a las instituciones de la Unión una protección completa y efectiva contra cualquier impedimento o riesgo de menoscabo que pueda afectar a su buen funcionamiento y a su independencia» -§ 82 de la sentencia-. A nadie se le oculta que, si esa es su función, esas inmunidades no pueden proteger frente a delitos cometidos años antes de adquirir la condición de parlamentario y cuya investigación y enjuiciamiento se inicia antes de adquirir esa condición, sencillamente porque no guardan la menor relación, ni temporal ni funcional, con el Parlamento Europeo ni con la condición de miembro del mismo ni con la independencia de uno y otro. Lo realmente incomprensible es que nuestra legislación electoral reconozca el derecho de sufragio pasivo, en semejante situación, a quienes es razonable pensar que no tienen otro objetivo que buscar la inmunidad precisamente como una prebenda personal para convertir el Parlamento Europeo en una suerte de catedral medieval a la que acogerse a sagrado.

Los tribunales españoles están hechos a la tarea cotidiana de reconducir los dislates a lo lógico o a lo más cercano posible al sentido común, pero es difícil pretender que eso mismo lo hagan otros tribunales, ya sea el TJUE o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cuyos jueces carecen del callo del surrealismo que proporciona la convivencia diaria con el dislate, el disparate, la barbaridad y lo necio o temerario. No adoptar ninguna limitación o prevención, ningún filtro, para impedir el acceso a determinadas instituciones bajo determinadas circunstancias y después lamentarse de las consecuencias de esa opción es un dislate, un soberano y temerario dislate. Pretender que luego se solucione por vía de sentencias y suplicatorios que tienen que dictar o conceder personas que carecen del callo del surrealismo es otro dislate no menor y revela que no se tiene conciencia de lo incomprensible, para un extraño, de nuestro ecosistema.

La sentencia del TJUE no es un varapalo, es una lección de la que aprender y de la que, me temo, se va a hacer el mismo caso que se ha hecho a todas las lecciones no aprendidas en los últimos años.