Opinión

Abogacía del Estado, no del Gobierno

Que una institución más que centenaria, que ha servido a la sociedad bajo distintos regímenes políticos y gobiernos de todo color, pueda ver en tela de juicio la probidad de sus miembros mueve a la mayor preocupación.

Si bien la Abogacía General del Estado depende orgánicamente del Ministerio de Justicia, con rango de Subsecretaría, desde su fundación, en 1881, quedó establecido como convención que sus funciones, de asesoramiento y defensa de los intereses de la Administración, se prestan desde la libertad de criterio, sujeción a los principios de legalidad y unidad de doctrina.

Es decir, un compromiso con los intereses públicos y en la defensa del interés general. De ahí que mueva a mayor preocupación que una institución más que centenaria, que ha servido a la sociedad bajo distintos regímenes políticos y gobiernos de todo color, pudiera ver en tela de juicio la probidad e independencia profesional de sus miembros, bajo la supuesta e intolerable presión de un Ejecutivo en funciones, envuelto en una, cuando menos, compleja negociación para la reelección de su presidente. Sin duda, una de las reformas pendientes es la de dotar al Cuerpo de letrados del Estado de un estatuto similar al de la Fiscalía, como mejor salvaguarda de los principios que acabamos de señalar, pero, en cualquier caso, debe ser suficiente aval para los ciudadanos el notorio prestigio de esta institución y sería un desdoro irreparable para la actual abogada general, Consuelo Castro, que fue nombrada por la ministra de Justicia en funciones, Dolores Delgado, que se extendiera la sombra de la sospecha ante el dictamen que ha requerido a las partes el Tribunal Supremo en el caso del dirigente separatista, condenado en firme por sedición, Oriol Junqueras.

Por supuesto, y queremos recalcarlo, no se trata de prejuzgar en ningún sentido la decisión que tomen los letrados del Estado en el asunto que nos ocupa, que no dudamos será adoptada a su mejor saber y entender, pero sí advertir de que las afirmaciones públicas y reiteradas, sin el menor decoro, de los representantes de ERC, en las que se exige «un gesto» de la Abogacía General del Estado que favorezca a su correligionario encarcelado, son percibidas por la mayor parte de la opinión pública en el sentido que queremos denunciar.

Más aún, si se tiene en cuenta el precedente de la destitución del jefe de la sección Penal, Edmundo Bal, tras negarse a cambiar la calificación del delito de rebelión por el de sedición en el procedimiento acusatorio contra los responsables de la intentona golpista en Cataluña. Que, luego, el Tribunal Supremo se inclinara en la sentencia por aplicar el nuevo criterio de la Abogacía del Estado no empece para que se haya instalado una cierta desconfianza entre los ciudadanos ante lo que, por las apariencias, consideran una intromisión del Ejecutivo en el Poder Judicial. Especie no sólo abonada por las desafortunadas intervenciones de la vicepresidenta en funciones, Carmen Calvo, sino por el retraso en presentar el escrito de alegaciones solicitado por el tribunal juzgador, que, sin embrago, ya tiene en su poder las de las demás partes de la causa: Fiscalía, acusación popular y defensa.

No entendemos las dificultades que puedan atravesar los letrados del Estado ante un caso tan flagrante, que a la fiscalía le llevó sólo unas horas tomar posición, a menos que se intente, como exige ERC para facilitar la investidura del candidato socialista, encajar una interpretación política en una causa penal. Entre otras cuestiones, porque el dictamen prejudicial del Tribunal de Justicia Europeo, que no es vinculante, sobre la inmunidad de Oriol Junqueras, no causa efectos ante el hecho de una sentencia firme de culpabilidad dictada por parte del Supremo. Así lo entiende la Fiscalía, que demanda, además, que se levante la suspensión de la pena accesoria de inhabilitación al dirigente separatista condenado, y así lo percibe, también, la mayor parte de la sociedad española.