Opinión
Endemoniada Europa
Pasaron ya aquellos tiempos de una idealizada Europa por la que suspirábamos, aunque no está claro si el Viejo Continente (tan viejo como los demás) se inicia antes o después de los Pirineos (todavía hay dudas) y alcanza hasta los Urales. En el de ahora, discordante y enrevesado, no hemos logrado el equilibrio. La mayor sorpresa procede de la clamorosa resurrección de los nacionalismos, que incrementan la disgregación de una Unión Europea desunida. ¿Alguien acepta instituciones que no valora ni siquiera admite? Forjar esta Europa de etnias y lenguas diversas ya sabíamos que no iba a ser fácil. Pero cierto entusiasmo superó iniciales malentendidos y cierta generosidad colaboró a desfacer entuertos. Quiero que los tribunales españoles formen parte del programa europeo, porque será más sencillo entendernos que pedir ayuda a los Zumosol estadounidenses. Han salido como nuestros hijos, celosos y hasta respondones. Se entienden superiores a cuantos poblamos y nos aprovechamos durante siglos de un territorio semisalvaje, desde las lejanas praderas fronterizas a lo que ahora llamamos Asia, hasta el entonces algo más frío Mediterráneo, cuna de civilizaciones. El nacionalismo y las supersticiones seudorreligiosas nos han convertido en un ente frágil. El neocapitalismo, nuestro signo de hoy, campa a sus anchas en un mundo globalizado, corrige cualquier disidencia. Y no cabe duda de que actitudes como la de Gran Bretaña, en el proceso del Brexit, debilitará aún más el débil concepto de cohesión, fortalecerá el miedo al ajeno. Si España siguiera sin gobierno mucho más tiempo, las formaciones hermanas continentales se sentirían incapaces de orientar nuestro destino; ni Bruselas ni Luxemburgo están por la labor. Hasta Puigdemont, el mago escapista, y Comín, otro que tal, exhiben ya el carnet provisional que les deja arrobados y, sin embargo, cuán mal europeístas resultan. Habrá que esperar a las postvacaciones navideñas para dilucidar su peso en la Eurocámara, no así su generoso sueldo. Frente a Oriol Junqueras, que –nos guste más o menos– se ha mantenido en sacrificio digno, Puigdemont ha manifestado más pillería que ética.
Este supersticioso ámbito mal delimitado al que estamos llamando Europa heredó vicios de los ancestros. Las secuelas de la caza de brujas planean todavía como remotos fantasmas sobre nuestras cabezas. Deberíamos preguntarnos quién, con un mínimo de inteligencia, podía creer las patrañas de los aquelarres y lo que venía a continuación, el sacrificio de los brujos –también hombres– que acaban en hogueras, como años después judíos y disidentes en el Holocausto, quiérase o no, signo de algunas perversidades más o menos innatas del ser humano. La bárbara Europa, desde España hasta los confines de la extinta Unión Soviética, sacrificó millones de seres humanos sin pestañear y fomentó la exclusión de disidentes. Felipe el Hermoso hizo detener y torturar a cuatro mil Caballeros Templarios hasta que confesaron que copulaban con hermosas doncellas, apariencia del diablo. Pero la persecución de las brujas fue mucho más significativa. Sus aquelarres a menudo se reducían a orgías sexuales con Satanás convertido, según sus visiones, en cabrón o gato. La ceremonia finalizaba comiéndose algunos niños bien guisaditos y se bailaba una danza orgiástica que finalizaba en sexo por doquier, en la que intervenían también niños. Estas fueron las grandes mentiras colectivas y asumidas de la época. Muchas de ellas eran meras excusas para incautar bienes o eliminar los excesos de poder de determinadas familias. Guillaume Adeline, doctor en Teología y antiguo profesor en París, se atrevió a negar los aquelarres. Fue detenido en 1453, torturado y condenado a cadena perpetua, a pan y agua, no sin antes haber confesado que él también había besado al demonio bajo la cola. Falleció al cabo de cuatro años. Por tanto, no hubieran debido asombrarnos, cuando pisamos tierras americanas, las actitudes indígenas que se entendieron como y crueles y que arrastrábamos de nuestra inmediata tradición, por no mencionar aquí la esclavitud.
El mito de la pacífica Europa, de la de las dos sangrientas guerras del pasado siglo, parecía que iba encauzándose hacia determinada convivencia: la deseada Unión. Pero los odios casi tribales pueden observarse hasta en las batallas de los aficionados al fútbol, porque van más allá de afición. Ni España, que orilló Europa a su modo, ni el Continente más las Islas Británicas, pocas veces fueron tierras de paz, de respeto o cordialidad. Se explotó durante el colonialismo el Continente africano con toda suerte de desmanes físicos y económicos. Y los abandonamos a su suerte. Ahora lamentamos los peligros de la emigración observando el ejemplo de Donald Trump, muy caballero militante de la regresión, imagen, para algunos, de lo deseable. Pero África sigue siendo no sólo amenaza, sino resultado de la escasa moralidad europea que lanza una tras otra las legiones de las ONG en esta época sentimental del año. Mas los niños no sólo necesitan juguetes, sino hospitales, medicinas, personal docente. Algunos entienden la emigración, como en siglos anteriores, las brujas del aquelarre: una mentira propagada. Siempre era emocionante observar cómo desaparecían entre llamas y gritos, pero siempre bendecidas. El paso de los siglos nos ha hecho mejorar y hasta lograr un más complejo disfraz.
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