Opinión

Yugoslavia

Pedro Sánchez ha concluido con éxito la destrucción del PSOE. El silencio de las baronías resuena como un estampido acolchado por las moquetas. El doloroso mutis de Felipe González y otros notables destruye cualquier ilusión redentora. La izquierda española, en su ensoñación voraz, concluyó que cualquier cosa, incluso volar la imagen exterior de nuestras instancias judiciales, incluso permitir que ERC tratase el informe de la Abogacía como un oscuro capricho, incluso pactar con condenados por sedición, es preferible a facilitar una coalición de salvamento nacional junto a los constitucionalistas del PP y Ciudadanos. A ojos del mundo, si celebran el referéndum, habremos astillado sin vuelta atrás la soberanía compartida, toda vez que reconocemos que Cataluña es un sujeto diferenciado. Con las instituciones emponzoñadas de propaganda, con las sentencias judiciales relativas a la enseñanza del español usadas a modo de papel higiénico, con las aulas transformadas en escuelas de reclutamiento y los campus universitarios convertidos en coto de caza del estudiante constitucionalista, con los medios, públicos y privados, puestos al servicio del ideal y las instituciones descaradamente al margen de las leyes, hablar de democracia en Cataluña es trampear una involución criptofascista. Y es asumir que buena parte del electorado teóricamente progresista no asume el abecé del Estado de Derecho, que considera insuficiente, ornamental, más una estación de salida hacia mejores pastos que un patrimonio común que merece defenderse hasta la última bala. Una generación de dirigentes políticos de izquierda de vergüenza, indignos de las siglas que dicen defender, un atajo de jugadores de fortuna, radicales de salón y tahúres, ha proclamado que las identidades agraviadas son el nuevo el nuevo motor de la historia. En caso de duda atizan el rencor como partera del futuro y las guerras de nuestros antepasados como línea roja indeleble para odiar a tumba abierta durante generaciones. A mis amigos catalanes, espabilen y empiecen a manifestarse, o acabarán convertidos en minoría estabulada o peor. Si al resto de españoles le da igual malvender sus propios derechos políticos y el patrimonio territorial, económico y cultural de sus hijos, ya pueden imaginar lo que les importa su situación, cada día más violentada e injusta. Sánchez ha consumado el desgarro. España asume con naturalidad el triunfo de las fuerzas políticas más retrógradas imaginables, embebidas de consignas tribales y odio al patrimonio común. Nuestra creciente fascinación por Yugoslavia presagia tiempos duros.