Opinión

Amor, gloria mundi

En los días navideños, lo sabemos, se nos invade con deseos de paz y amor que soplan en todas direcciones. Se nos incita y a su vez incitamos a ello. Nos felicitan y felicitamos y así cumplimos con un rito de paso de un año a otro. Antes para ese rito recurríamos a la carta y a la postal navideña mientras que ahora, en la era digital, las posibilidades se multiplican. Poemas, escenas de películas, pasajes de un concierto, composiciones, dibujos … la creatividad es inmensa. Pero el motivo no cambia: deseamos y nos desean paz y amor. Sobre todo se habla de amor. Como si el solsticio de invierno nos empujara tras las ventanas dobles de las casas a recordarlo. Incluso aquellos que desdeñan el amor o las fiestas navideñas, o ambas cosas a un tiempo, acaban participando de esa ola emocional para evitar reconocerse en el fantasma del mezquino Ebenezer Scrooge. En los tratados sobre el amor, y hay muchos, debería aislarse el concepto del amor navideño. Es, de todos los tipos de amor, de todas las clasificaciones que pueden establecerse, el más volátil, como viene se va y dura lo que duran unas breves (o largas, eso depende) fiestas. En todo caso, en nada nos perjudica. No somos capaces de vivir sin alguna forma de amor. Si viviera en el desierto, me enamoraría de un ciprés, dejó escrito Lawrence Sterne. Son tantas las asociaciones que el amor permite y proyecta que probablemente podamos considerarlo el sentimiento más poderoso y complejo que habita en el ser humano. Luz y sombra, felicidad y sufrimiento, paz y tormento, la herida y su cauterización. El amor, los amores, evolucionan tanto a lo largo de una vida que nos parece vivir varias vidas en una. Eso le ocurre a Eugene Oneguin, el célebre personaje de Pushkin. Cuando la joven, bella y provinciana Tatiana se enamora de él, la rechaza con dureza, burlándose de sus ensoñaciones que a él, gran seductor, «hombre fatal con las mujeres bellas», le parecen pueriles. Sin embargo, ella se transformará en una mujer del gran mundo, admirada por todos y envuelta en un recóndito misterio, y entonces Oneguin se enamora perdidamente. Tatiana, aún amándolo, lo rechaza porque es una mujer casada y la nobleza de sus sentimientos se lo impide. Oneguin se hunde, según Pushkin para siempre. ¿Ha cambiado el sentimiento amoroso desde aquel acendrado romanticismo del siglo XIX?

El amor nace con la primera infancia y depende de las relaciones contraídas en la primera etapa de la vida. Pueden perdurar o no, pero sin duda su huella nos marca definitivamente. Y pueden perdurar o no, pero, en todo caso, el amor puede estallar al final como una traca, un bing bang que nos alerta de los terremotos que nos sacuden tal vez cuando menos lo esperamos en la vida. Nuestra capacidad amorosa nos puede llevar mucho más lejos de cualquier especie viva, nos puede inclinar a sentir amor por los objetos, las vocaciones, las identidades.

El amor ha servido como excusa para toda suerte de desafueros y de maldades. Se mata por odio, por celos, por la incapacidad de soportar la felicidad del otro. En definitiva, alguien no puede soportar el sufrimiento y acaba con la vida de su pareja y la suya. Lo cierto es que buscamos, en cualquier edad, incluso cuando nos sentimos más débiles, cercanos ya a la muerte, la tibia llama del amor, aunque pueda ser capaz de ofrecernos el mayor sacrificio de la pareja o la indiferencia más absoluta. La paradoja es que incluso puede amarse el amor, máxima ofensa hacia aquellos que muestran su escepticismo. Se puede, sin lugar a dudas, hasta morirse de amor, languidecer hasta la extinción, porque -de la naturaleza que sea- el amor ni siquiera finaliza con nosotros mismos. Permanece por un tiempo en el recuerdo, bajo la fría tierra, en una lápida o en el viejo papel de una carta que se marchita y amarillea como una flor. El gran lema latino, «el amor siempre gana», es otro tópico más en este océano multiforme del sentimiento amoroso. Le hemos dedicado millones, sí millones, de páginas, se han observado sus costuras, sus peligros, su posible trascendencia y también toda la pasión que encierra el sentimiento. Pero cabe observarlo desde aspectos monstruosos, repugnantes, lo hemos cambiado, lo cambiamos, incluso por dinero, por el mero interés de unas monedas, porque eso al parecer no nos perturba, el hecho de transformarlo en un lucrativo negocio prostibulario. Un desafío ético permanente. ¿Amor, gloria mundi? ¿El amor es también un triunfo efímero, como todas las vanidades, o es el eje de toda identidad, la gloria del mundo? ¿La felicidad es el éter del enamoramiento o es una aspiración legítima a la que tenemos derecho? El problema del amor siempre es la pasión que lo envuelve, lo encoleriza, lo convierte en un asunto a vida o muerte. Pero la pasión viene a ser también la esperanza que nos queda.