Opinión

Sánchez no merece ser presidente

Lo anómalo de la investidura de Pedro Sánchez es que se apoya en partidos que quieren romper el pacto constitucional, no se desdicen de ello y lo sitúan como estrategia central de sus políticas. Todo está en el aire: la estabilidad económica, la unidad territorial y la forma de Estado representada por la Monarquía parlamentaria. Lo dijo Rufian, que tiene cogido a Sánchez por el cuello como si ya fuera un ministro plenipotenciario. El cándidato socialista aceptó la humillación, lo que empobrece aún más su crédito político. Enemigos de la Constitución controlan el Gobierno. Es la primera vez que sucede en nuestra democracia, pero lo que va más allá de lo aceptable, lo que remueve conciencias, lo que provoca perplejidad y un profundo desengaño es que el partido que capitanea esta operación es el histórico PSOE. No ha sido una necesidad, pues existían otras aritméticas para conseguir la mayoría, sino una opción política. Pablo Casado se lo preguntó en varias ocasiones al candidato socialista: «Todo esto, ¿para qué?». Miró para otro lado, tal vez porque es imposible dar respuesta públicamente y de manera convincente a esa cuestión. Y ese es el gran problema del futuro Gobierno que nos espera: la falta de credibilidad de su presidente. Nadie se fía de él, ni la oposición, ni siquiera sus propios socios.

Por más que Sánchez hiciera el esfuerzo de presentar un programa social, nada quedó claro de él, ni sirvió para eclipsar la cuestión central de esta investidura que tanto rehuía: el pacto con ERC. Es cierto que Pablo Iglesias lo situó en el centro con una actuación un punto histérica que se echaba de menos, y que se pudo permitir porque ya es vicepresidente y asume encantado el papel de ser el látigo de la oposición, al confesar que ha «podido conocer la convicción democrática de los políticos presos y en el exilio». Pero ni por esas. Sánchez ocultó en qué consiste el acuerdo que permite la abstención de ERC, cuando era ese el momento y la tribuna, aunque hubiese bastado con leer el documento y explicar, punto por punto, qué quiere decir «mesa bilateral de diálogo, negociación y acuerdo para la resolución del conflicto político» o «consulta a la ciudadanía de Cataluña, de acuerdo con los mecanismo previstos o que puedan preverse en el marco del sistema jurídico-político». No lo hizo, aunque luego deslizó: «Votar un acuerdo, no la ruptura». Tuvo que ser Rufián quien dijera lo que Sánchez no se atrevió a decir: si no hay mesa de diálogo, no hay legislatura. Es decir, ha aceptado las reivindicaciones del independentismo, su «marco mental», el radicalismo verbal y el odio a la derecha –siempre que sea española–, con lo que rompe el pacto de la Transición. En definitiva, es tan legítimo defender la Constitución, como acabar con ella y reclamar la independencia con medidas efectivas a través de un referéndum, que concederá. Sánchez fue más allá incluso al culpar directamente al PP de la crisis de Cataluña: es una «crisis heredada», dijo sin sentir vergüenza por tal deslealtad. Pero se equivoca, es una crisis de Estado, también del PSOE –y del PSC–, y olvidar que fueron los independentistas quienes quisieron romper el orden constitucional es adulterar la política, mentir. En definitiva, culpó al propio Estado de haber judicializado la crisis de Cataluña: dejar solos a los jueces ante los insultos que profirieron contra ellos ayer en el Congreso es enfocar mal el problema.

Si se cumpliera todo lo pactado con ERC, la Constitución quedaría rota –ya sabemos que para ellos y Unidas Podemos no es un problema–, pero es imposible porque hay mecanismos legales y políticos para su defensa. Otra cosa es que el futuro de España dependa de un personaje como Rufían, capaz de reírse de Sánchez mientras que éste rogaba su apoyo. Por la salud democrática de nuestro país, hay que detenerse en Iglesias, el que está llamado a ser el todopoderso vicepresidente, sobre los insultos arrojados contra la oposición –llegó a citar hasta la División Azul–, marcando una frontera de no reconciliación, pero nada dijo de su programa social. Ciertamente, España vive un momento difícil.