Opinión

Adiós mundo cruel

Ha finalizado esa época del año en la que «todo» se envuelve en felicidad. Sin embargo, ser infelices, desgraciados, sentirse un fracaso vital no desaparece a ritmo de calendario. Cada cual tiene sus motivos para vivir o para seguir respirando (no son lo mismo). Mientras hay quienes, con el año nuevo, se hacen promesas vanas de mejorar su vida otros optan por el «atajo», vía exprés de no retorno, al no soportar el peso de una existencia quizá anodina, quizá desatendida, quizá incomprendida. El postureo ha tomado el mando a distancia en la sociedad e importa mucho el cambio climático o que los animales no sufran (todo ello muy loable). Sin embargo, la infelicidad es invisible, el dolor no tiene derecho a manifestarse y a la tristeza no la invita nadie a tomar el té. Demasiada máscara, impostación e insensibilidad. ¿Qué querrá transmitir quien opta por cortar el hilo de su vida? ¿Tan desesperado se encuentra que ni siquiera le alcanza el consuelo de su ángel? ¿Tan insoportable es el peso de la amargura para que no haya remedio ni solución para sus problemas? ¿Acaso no piensa en esos a quienes dejará sumidos en la desesperación o la culpa al no haberles dado la oportunidad de, al menos, preguntarle «por qué»? Quién sabe lo que pasa por la cabeza, corazón o alma de quien decide largarse con un adiós huérfano de explicaciones y repleto de interrogantes. En vez de fomentar el bienestar espiritual vivimos envueltos en hipocresía, en la obligación de pretender felicidad de cara a la galería. En vez de regalar amor, se ofrece indiferencia envuelta en celofán. Y cuando caen chuzos de punta el materialismo carece de alas en las que cobijarse. El suicidio nunca debería ser un grito en el silencio ni la indiferencia aplastar el alma. No hay adiós sin razones.