Opinión

Crybaby Iglesias

La segunda sesión de investidura en el Congreso de los Diputados se llenó de lágrimas y emociones desbordadas. Vimos a la portavoz del PSOE conmovida cuando evocó la historia de su partido, a la representante de Coalición Canaria hablar en primera persona con voz trémula, a la representante de los republicanos catalanes exhibir su rabia y su despecho hacia el Gobierno español, e incluso a todo un vicepresidente algo más que in pectore echarse a llorar al final de la sesión, como si se hubiera roto un muelle largo tiempo en tensión.

Se ha roto, en efecto. La sesión escenificó muy bien la oleada de pasiones que ha barrido la escena política de nuestro país y ha instaurado reglas nuevas. Las Cortes españolas ya no son el escenario de una función en la que los actores, vestidos de forma impersonal, se esforzaban por ponerse a la altura de un ideal abstracto y general de ciudadanía, algo situado más allá de las inclinaciones y las preferencias de cada uno. Ahora en las Cortes se despliega el gran espectáculo de las emociones ligadas a la expansión de la subjetividad. No es que antes no hubiera pasiones políticas. Las había, y en grado a veces incandescente, pero se canalizaban hacia la consecución de un objetivo de otro orden, que requería el intercambio de pareceres –la conversación, como se dice hoy en día con tanto remilgo, y al cabo la negociación.

Ahora es distinto. Como es natural, sigue vigente el objetivo último de establecer una posición compartida, pero en vez de partir de aquello que era común, se parte de lo que individualiza a cada uno: lo que le distingue, su identidad. Hay en esto una promesa general de cumplimiento de una esperanza, algo propio de una idea romántica de la política.

Y está también la demostración de que el nuevo sujeto político, que exhibe su experiencia emocional, vive en comunicación directa, sin mediación de organizaciones ni partidos, con algo que se sitúa más allá de la representación: el misterioso e inasible «pueblo» de los populismos, o la sustancia inefable, casi divina, de cualquier otro «colectivo».

Lo auténtico, eso es lo que cuenta. Aparte de otras muchas consideraciones de orden más clásico, las sesiones de investidura en nuestro país nos han metido de lleno en el mundo emocionante de la –ahora sí– nueva política: Crybaby Iglesias.