Opinión

La España indómita

Ya se ha convertido en un tópico desgranar los malebs profundos e incógnitos de este país, España, entendido como revoltoso, indómito, anarquizante, peregrino, invertebrado, violento de palabra y hasta de obra, como inicio de un largo etcétera. Escuchando atentamente a la clase política que dice que nos representa pudimos oír toda suerte de insultos y profecías que nos conducían al definitivo desgarro. Tratar de reconducir planes políticos -y personales- a caminos aceptables nadie debería negarse. Dividir de nuevo a la nación, al margen de cualquier razonamiento válido, nos conduce a un término que hubiéramos deseado no escuchar, el «guerracivilismo». Nuestra historia está cuajada de luchas intestinas a lo largo de los últimos siglos. Esta división en dos parece que a algunos políticos incluso les ilusiona. Y nos lleva de nuevo en el Congreso de los Diputados a aquellas dos Españas irreconciliables. Ya no sirven los prometidos pactos de Estado, las reformas necesarias que habría que impulsar codo con codo. Los ciudadanos restan al margen. Todo fue humo para votantes que dudo de que se sientan representados en el griterío y los insultos. ¿Habrá que volver al «Viva al Fanatismo»? También la mímica e incluso los gestos han cobrado papel relevante. Se ha avanzado en malos modales, no parece importar el respeto a quienes aseguran representar. Sin embargo, cualquiera puede salir a la calle y observar un matizado respeto en las calles, incluso en la maléfica Cataluña, donde parecen concentrarse todos los asombros.

¿Cómo ha ido transformándose aquella España cuyo propósito era escapar de la pesadilla dictatorial e iniciar un camino de reconciliación? Hasta el Partido Comunista proponía como lema la reconciliación entre los españoles, cerrando narices y ojos ante lo mucho que aún apestaba. Han pasado dos generaciones, pero el camino de hoy parece un inicio al pasado –Sánchez tiene razón, en blanco y negro–, lejos de aquella tercera dimensión que esperábamos de este milenio. Regresamos a los años veinte del siglo XX, germen como sabemos, de los mayores estropicios en una Europa que no era tan sólo mediterránea, ni más pobre que algunos vecinos. Parece inconcebible que mientras el planeta se desmorona y Bush aplaude con las orejas; entre nosotros se incrementan las desigualdades y andemos evocando 1934. Pero, ¿es que estos políticos, a quienes faltó poco para lanzarse al cuello del adversario, representan a las multitudes que iban de compras la vigilia de Reyes de 2020? Cualquiera habría podido observar que se movían en mundos paralelos e incomunicados. Se oyeron mentiras y falsedades que ahora frecuentan los discursos políticos y no sólo bajo el sol mediterráneo. No es ya nuestra forma de ser ni de concebir el mundo. La violencia verbal ha enrarecido lo público. Todos desearíamos una existencia más plácida y mejor administrada que la de hoy. Nadie puede considerarse con mayores privilegios por resultar más o menos histórico. Lo que importa son ideas (¡por favor, una nueva!), programas de gobierno con propósito de cumplirlos, fruto de campañas electorales y, a través de la verdad, término olvidadizo, transmitir con claridad lo realizable. El pueblo español ha aprendido mucho en los últimos tiempos. No es que las multitudes adquieran una sabiduría llegada desde donde habita el Espíritu Santo. Pero la experiencia es un grado –y la histórica, dos– y hasta los jóvenes saben cuánto les conviene no comulgar con ruedas de molino. ¿Es el mito catalán una incómoda excepción? Seguramente, aunque por muchos 155 que se apliquen allí no van a resolverse problemas que llevan enquistados siglos y que entre todos han (y en éstos no me incluyo) ido agudizando tal vez por determinados intereses. Le han ido quemando la cola al gato.

A estas alturas de la película deberíamos preguntarnos como hizo Lenin «¿Qué hacer?». Formulando así la pregunta del folleto tampoco parecía muy seguro del camino andado. Hemos llevado el trauma de un presidente sin acciones operativas y se ha obligado a mirar al corto plazo sin un proyecto fiable. Han perdido elecciones quienes más deseaban ganarlas, aunque defendiendo una continuista acción de gobierno. Todo ello lo ha soportado esta España indómita, según se decía, con una paciencia harto franciscana. Las periferias, salvo Cataluña que dio la señal de alarma, han pretendido crear sus propias formaciones y hoy el panorama del Congreso resulta multicolor, aunque poco entusiasta. Las dos mitades, estas dos Españas que deberían vivir en armonía, se han enfrentado una y otra vez. Retornaron la incomprensión y la voluntad de acabar con el adversario. Inés Arrimadas no estuvo muy lúcida. Los buenos deseos no parece que entusiasmen a una de las partes, por lo menos. No tenemos Brexit, pero hay actitudes parecidas. También hay alguna buena noticia desde el radicalismo. Pero esta tormenta política, cuajada de descalificaciones e insultos, sirviéndose, ¿qué pena!, hasta del terrorismo etarra que navegaba hacia otros horizontes (no siempre bien resueltos) como un instrumento de humillar al contrario ¿puede conducirnos al paraíso soñado? No hay paraísos en las ambiciones políticas. Hay tigres que cabalgan potros y una alianza que quizá flaqueará por la extrema derecha. Hemos perdido el centro político, porque nunca lo valoramos. Y, si Europa perdura, debe reencontrarlo. Se asemeja al anillo de sus Nibelungos.