Editoriales

La necesaria moderación del Rey

España vive un ciclo de incertidumbre política marcada, sobre todo, por la crisis abierta por el independentismo en Cataluña y, en menor medida, por dos legislaturas marcadas por gobiernos interinos y la fragmentación del mapa político. En este contexto, el Rey se ha situado como una figura central que ha dado estabilidad, equilibrio y sosiego. Ejerce con celo su papel regulado en la Constitución (Título II) («arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones») y, sin ir más lejos de estos atributos, ha defendido la unidad de España y el orden constitucional cuando han sido seriamente vulnerados y han puesto en peligro la base de nuestro Estado democrático. Sin duda, el principio de su mandato está marcado por el golpe contra la legalidad democrática en Cataluña y su discurso del 3 de octubre de 2017. Su intervención en un momento realmente grave de nuestra historia reciente marcó con claridad que la Monarquía está indisolublemente unida a la Constitución y a la unidad de España. Don Felipe defendió en aquel discurso a nuestra democracia, que estaba siendo víctima de una ataque sin precedentes. De esta manera se situó en el centro de la política española en un momento de desconcierto y mucho desánimo, y ha acabado siendo un referente, más allá incluso de su papel como Jefe del Estado, sino como primer ciudadano consciente de los muchos retos que tiene nuestro país por delante. La mayoría de los españoles siguen valorando muy positivamente el papel que cumple Felipe VI y confía en que la Monarquía parlamentaria tiene su continuidad en la Princesa Leonor.

Sin embargo, no será un camino fácil, y de hecho esta legislatura, que arranca el próximo día 3 de febrero con un discurso del propio Rey en las Cortes, será una prueba. Es la primera vez que el Gobierno de España, aunque presidido por el PSOE, se apoya en partidos antimonárquicos declarados, Unidas Podemos y ERC, lo que, desde el punto de vista de la Corona, no debe entenderse como un riesgo –en la composición del Gobierno, este o cualquier otro, ni puede ni debe entrar–, sino una oportunidad para hacer valer que es la Monarquía de todos. Lo fue como pieza angular de la Transición y deberá seguir siéndolo porque esa es su función. Más, incluso, en esta coyuntura política en la que es necesario una institución que dé estabilidad y, dentro de posible, una moderación a la vida pública cada vez más radicalizada. El papel de Felipe VI en el largo y traumático proceso de investidura, en esta y en la anterior legislatura, ha sido clave para facilitar el desbloqueo político, incluso cuando Pedro Sánchez manejó de manera partidista dicho protocolo anunciando al Jefe de Estado supuestos apoyos que no estaban cerrados. A nadie se le escapa que en la hoja de ruta de UP y ERC, y en conjunto de todo el independentismo, está el cambio de régimen, los primeros desarrollando un proceso constituyente y los segundos forzando el derecho de autodeterminación. En este sentido, es necesario que el PSOE mantenga una posición clara hacia la Monarquía y que el Gobierno tenga la máxima corrección institucional y no permita ataques hacia la Corona como los que vivimos en el debate de investidura, tildándola de totalitaria y franquista ante el mismísimo presidente del Gobierno.

Don Felipe es en estos momentos el mejor embajador de una España plenamente democrática, avanzada, desarrollada y con las libertades civiles garantizadas. Tiene un conocimiento exhaustivo de los problemas de nuestro país, conoce los diferentes sectores que componen nuestra sociedad –industria, tecnología, educación, ciencia, por supuesto nuestros ejércitos– y de sus retos. En su viaje oficial a Jerusalén con motivo del 75 aniversario del Holocausto pronunció unas palabras sencillas, dichas desde la «auctoritas» que se ha ganado a pulso, pero que convendrían que fueran escuchadas: «No hay lugar para la indiferencia ante el racismo, la xenofobia, el odio y el antisemitismo».