Opinión

Tropezamos con el núcleo

En pocos días de legislatura ya hemos dado con el núcleo duro del sistema democrático por el que nos regimos y organizamos la sociedad, que no es otro que las leyes que configuran el sistema educativo. ¿Cuál es el motivo que impide que nuestros partidos políticos resulten incapaces de ponerse de acuerdo, una y otra vez, en aquello más esencial y que todos entendemos como herramienta imprescindible de futuro? La formación de los ciudadanos de un país, el aprendizaje del conjunto de recursos, conocimientos y valores a través de los cuales niños y niñas podrán enfrentarse al futuro que les aguarda y dar personalidad propia a la nación con una base suficiente debería ser terreno privilegiado para volcar los mayores esfuerzos. Y debería permanecer blindado a los vientos y las veleidades de las iniciativas personales o partidistas y ser objeto de un consenso casi sagrado. Nada es tan sensible ni delicado como formar adecuadamente a los hombres y mujeres del futuro. El derecho a la instrucción fue en el pasado un anhelo incontenible, una reivindicación constante. ¿Quién podía pensar que con el tiempo y el derecho universal a la educación se convertiría en un arma arrojadiza que en lugar de unir nos separa? Naturalmente me refiero al último episodio que ha servido, una vez más, para calentar los ánimos: el PIN parental. Una extraordinaria complicación para los docentes, en primer lugar.

Pero al revuelo causado por una decisión que solo atiende a criterios políticos le caben también otras lecturas. Algunos se preguntan si no constituye una mera refriega partidista y hasta una cortina de humo. Evidentemente, ambas cosas son más que probables. Sin embargo, el hecho en sí, que los padres requieran información expresa de los directores de los centros sobre las actividades formativas que pueden recibir sus hijos en temas como el feminismo, la sexualidad o la cultura trans no deja de ser sorprendente. El funcionamiento de una sociedad se basa en un pacto no escrito de confianza. Subo a un taxi y confío en que el taxista pueda conducirme con destreza al lugar que necesito ir. No le pido el carnet de conducir, ni los años de experiencia con el automóvil ni si tiene el seguro en regla. Confío en él, como forzosamente debo confiar en todos los profesionales con los que debo cruzarme por necesidad. Así funciona el mundo, lo que no significa que a veces, no tan a menudo como parece, nos encontremos con dificultades. Personas corruptas, desleales o incompetentes. Una minoría, en todo caso, que no altera el pacto general: nos es forzoso confiar en la competencia de los demás. Los padres deben confiar en los maestros de sus hijos y si surge un problema advertirlo, pero nunca establecer la desconfianza como norma de funcionamiento y de relación.

Recuerdo cuando yo, de niño, llegué a las Escuelas Pías (Escolapios), en Barcelona, en torno a 1945. Cada mañana formábamos en el patio y antes de la misa diaria se homenajeaba a la bandera y se cantaba el ritual «Cara al Sol». Apenas si existía la enseñanza pública en la ciudad. Estaba en manos de la Iglesia y eran las órdenes religiosas –escolapios, jesuitas, hermanos de la Salle, franciscanas, dominicas, etc.– las responsables de la educación. Esta situación de dependencia religiosa del sistema educativo español se mantuvo hasta los años 70. Una larga, muy larga, etapa cuyos comienzos se remontan, en nuestro caso, a la formación de las universidades medievales y de la que no es fácil desprenderse limpiamente. A quienes ejercieron un férreo control sobre el espíritu y la mente de niños y jóvenes ahora les puede parecer que el dominio, en el ámbito de la moral especialmente, sigue siendo suyo.

Hay voces que reclaman incluso recobrar el control político y hasta partidista de la educación cuando se diría que hemos superado aquella larga etapa de dominio. Pero los centros públicos siguen sin reunir el prestigio que tienen algunos centros privados y concertados. La competencia no es fácil, desde luego. Los privados se reservan el derecho de admisión y eso les permite discriminar sutilmente a su alumnado. Lo cierto es que cada familia desearía diseñar la educación de sus hijos y hasta la de los demás de acuerdo con los criterios de valoración de su mundo y de su vida. Todos los padres tienen algo que decir, pero su espacio de influencia no es la escuela, es todo el resto. Casi nada. ¿Es razonable interferir en el funcionamiento de las aulas? ¿Tiene sentido contaminar a los niños con la desconfianza de los padres?

Un nuevo fantasma político recorre España de extremo a extremo. Se llama VOX y parece querer enfrentarse al nuevo gobierno de coalición recurriendo a las armas más sensibles a la ciudadanía. Por ejemplo, la educación de los hijos, pero también se discute el estatuto de la mujer o los derechos elementales de los inmigrantes. ¿Qué hay que hacer para lograr una derecha a la altura de los tiempos? Muy difíciles tiempos.