Política

Un paripé que degrada al Gobierno

Hay que buscar en esta frase de Pedro Sánchez, «la Ley es la condición», el único asidero de una ciudadanía que, muy mayoritariamente, observa atónita el vergonzante e inútil cortejo gubernamental a un político supremacista catalán como Joaquim Torra, contumaz en la desobediencia a las decisiones judiciales y totalmente impermeable a cualquier transacción que no incluya el trágala soberanista. Más aún, cuando ni el almíbar declarativo ni, mucho menos, la coreografía gestual han hecho nunca la menor mella en un nacionalismo que se considera por encima de las mismas leyes que le han concedido su carta de naturaleza. Porque se hace muy cuesta arriba para cualquier persona de buena fe escuchar los insultos a la democracia española, el cuestionamiento a su cualidad, por parte de quienes han desarrollado al amparo, precisamente, de la Constitución y de sus instituciones democráticas una maquinaria de poder que infecciona y coacciona a todos los estamentos de la sociedad en la que opera. Por ello, tal vez, lo peor del encuentro en el Palau de la Generalitat es que se ha dejado a los pies de los caballos a esa parte de los catalanes, que son los más, que también se declaran españoles y que ven como se rinde pleitesía a un individuo empeñado en arrebatarles su identidad como pueblo y como personas. Ni siquiera la convicción de que nos hallamos ante un paripé político, dictado por la mera necesidad de supervivencia electoral del inquilino de La Moncloa, amortigua el espectáculo de degradación del Gobierno de España. Y si lo calificamos de paripé es porque nadie puede considerar en serio una mesa de diálogo en la que se proponga la simple y llana desaparición de una de las naciones más antiguas de Europa. Porque, más allá de esta ceremonia de sobreentendidos, las posiciones fundamentales no han cambiado un ápice. Así, lo que ayer mantuvo el alegal presidente de la Generalitat es que la autodeterminación de Cataluña, validada en referéndum, es innegociable; que el Principado es un sujeto político en pie de igualdad con España, que no hay otro arreglo que no pase por el reconocimiento de la soberanía de los catalanes y que las situaciones de prisión y exilio deben resolverse por la vía del Ejecutivo, con independencia de las resoluciones de los tribunales de justicia. Con un recado final: «las inversiones son importantísimas pero no pueden tapar el conflicto político». Cabe preguntarse qué pretende ganar el Gobierno socialista con esta apuesta estéril por un diálogo que, por lo visto, parte del extendido prejuicio de que a los catalanes, así, en general, no es difícil contentarles el bolsillo. Es, además, otro insulto, que alcanza a todos los españoles, condicionar las inversiones del Estado por cuestiones de mera índole política. Cataluña, como el resto de las comunidades españolas, tiene derecho a verse asistida de las aportaciones presupuestarias que se establezcan en consideración a sus necesidades de financiación, sin que el Presupuesto puede convertirse en un instrumento de premio o castigo, al servicio de los intereses del Gobierno de turno. Todos los españoles, sin que importe dónde vivan o cuáles partidos votan, son iguales en derechos y obligaciones, principio que no puede obviarse por quien está llamado a gestionar el interés común. Pero es que, además, si, como nos referíamos al principio, la Ley es la condición, esa oferta de todo a cien sólo puede entenderse como un incentivo para su cumplimiento, absurdo ontológico que no tiene el menor recorrido. Con un problema añadido. Que el catálogo inversor del «reencuentro» promete inversiones en infraestructuras para Cataluña que llevan demasiado tiempo pendientes, que, año tras año, figuran en el capítulo de las buenas intenciones y que ya no encandilan a nadie.