Opinión

Hijos predilectos

Leí por primera vez un «Recuadro» de Antonio Burgos a la sombra de un eucalitpo del CIR 16 de Camposoto, en San Fernando, Real Isla de León. El ABC de Sevilla se distinguía del madrileño de la calle de Serrano por el tono de las páginas de huecograbado. Gris verderón el de Madrid y sepia el sevillano. Me encandiló su prosa y su donaire en el disfrute de la herencia andaluza de la buena palabra. Donde mejor se escribe en España es en Andalucía, y Antonio Burgos enlaza con el antequerano Muñoz Rojas, los madrileños-rondeños De las Cuevas, y su paisano don Manuel Halcón, aquel gran señor del campo y las letras que nació en Sevilla el 31 de diciembre de 1900, con los jacarandas desnudos, las buganvillas tristes y el azahar lejano. El tiempo nos hizo amigos y compadres. Y con el Hijo Predilecto de Andalucía crucé el Atlántico a bordo del J.J. Síster –o JB Síster–, a las órdenes de Miguel De la Quadra-Salcedo, y cuando se divisó, a las 7 de la mañana el primer perfil de tierra de Puerto Rico, Antonio Burgos fue el encargado de anunciar el avistamiento de Tierra firme con el grito y la voz de Rodrigo de Triana. Y con Antonio, paseando por la Plaza Roja de Moscú, camino del mausoleo de la momia asesina, alcancé un acuerdo histórico. Que Moscú y Jerez de la Frontera no se parecen en nada. Y con Antonio, en plena transición sudafricana, oí el rugido de los leones en Sabi-Sabi, reserva colindante con el Krügger, y en Ciudad del Cabo, ambos dos, adquirimos en una librería un volumen de gran utilidad: El «Diccionario Zulú-Hojsha», imprescindible para no perderse en inoportunas confusiones. Y con Antonio, gracias a Antonio, conocí, traté, y quise al otro Hijo Predilecto, don Francisco Romero, al que herimos su bolsillo en diferentes ocasiones con rebosadas mangoletas de gambas y cigalas en el Oriza de la calle San Fernando.

Don Francisco –Curro– Romero, el único artista capacitado para detener el curso del Guadalquivir. Así que una noche, le llamó desde Ronda el Maestro Supremo, don Antonio Ordóñez Araujo. Los rondeños, como todos los serranos, de cuando en cuando se sienten zarandeados por un golpe de viento impertinente. Y don Antonio llamó por teléfono a don Francisco: –«Curro, estoy preocupado. Has sido uno de los más grandes toreros de la historia de la tauromaquia, y no vas a pasar a la posteridad por no haber toreado jamás una corrida de Miura». Y don Francisco, que no pudo dormir en toda la noche, devolvió la llamada a don Antonio a primerísima hora de la mañana siguiente:

–Antonio, no te preocupes; he decidido no pasar a la posteridad–. Y remachaba: –Si tendré miedo a los toros de Miura que me da pánico hasta saludar a don Eduardo–.

He tenido la suerte de emocionarme en muchas ocasiones con el toreo armónico, sinfónico y genial de Curro Romero, más en Madrid que en Sevilla. El toreo detenido. Tengo escrito que en Sevilla se venden más gabardinas que en Santander o San Sebastián. Caen dos gotitas, y los sevillanos pueblan las calles de la prodigiosa ciudad de la medida, con decenas de miles de gabardinas. Después de una de las mangoletas marisqueras, en la acera enfrentada al Alfonso XIII, Curro y Antonio Burgos llevaban plegadas, como capotes, sus gabardinas. Y Curro, para despedirse de quien esto narra, pasó del brazo derecho al izquierdo su gabardina plegada, con tanto arte, con tan buen gusto, que un viandante que por allí transcurría no pudo reprimir un «¡Óle!» que se le escapó del alma. Y con Antonio Mingote en su casa. –Antonio, tú que eres tan observador. ¿A que no adivinas la diferencia que hay entre mi casa y las del resto de los matadores de toros?–; y Mingote que no daba con la tecla. Al fin se rindió. –Pues fíjate bien. Que no tengo ninguna cabeza disecada de toro en toda la casa. Con lo mal que me lo han hecho pasar, encima tener que aguantarlos mirándote desde las paredes–.

Antonio Burgos, el de los Recuadros de ABC, y Curro Romero, el de las verónicas infinitas, han sido nombrados Hijos Predilectos de Andalucía. No exclusivamente de Sevilla, de Andalucía entera, desde Despeñaperros a Cadiz y de Almería a Huelva.

Y yo, cuarterón andaluz del Puerto de Santa María, les rindo culto y homenaje. El siguiente paso, Virreyes.