Opinión

Narcisismos

Nada más simple y hasta entrañable que el mito de Narciso. Hijo de la ninfa Liríope y del dios fluvial Cefiso, cuenta Ovidio, al verse reflejado en el agua, se quedó prendado de sí mismo. Parece que a no pocos seres humanos les sucede algo parecido. Hay algo en ellos, aunque no siempre de orden físico, que les subyuga. En las ya viejísimas y, por fortuna olvidadas, oposiciones a las cátedras universitarias existía un ejercicio de autoelogio que algunos opositores rechazaban practicar y que se había titulado graciosamente «Mecachis, que guapo soy». Era una más de las fórmulas del narcisismo académico que, sin tener conciencia de ello, acostumbra a ejercerse. Ante un grupo de oyentes la propia valía crece de forma exponencial. Inexpertos en lo que se les expone, el profesor advierte que no sólo es el comunicador, sino juez de los resultados que lograrán más adelante. Si ello sucede en un tema tan baladí como la asignatura que se profesa en un curso y que representa por lo general una mínima parte de la formación del joven, ¿qué no ha de significar para aquellos políticos decisivos que estiman que el futuro de todo un país depende de su acertado discurso? ¿Y cómo no advertirlo, por ejemplo, en la figura de Donald Trump, tan repeinado, rodeado de atractivas bellezas, detentador de la suerte y hasta la improbable destrucción de la Tierra gracias a sus teléfonos rojos y toda suerte de sofisticados armamentos nucleares? Al margen de cualquier consideración estética corporal viene a representar otro exponente del narcisismo.

Quien más, quien menos, se gusta en el espejo o reflexiona sobre sus capacidades decisorias –que pueden ser mínimas–. Sólo importa que se las crea o las sobrevalore. Si este Narciso se observa tocado por la belleza física o por cualquier cualidad espiritual que lo adorne, miel sobre hojuelas. El mundo de la política, que desprende efluvios de poder sobre los conciudadanos, constituye un terreno abonado para toda suerte de narcisismos. Su mera enumeración resultaría agotadora, aunque hay políticos que (narcisismo y poder se confunden) alejan a aquellos antiguos dirigentes que se aparten de su línea unidireccional. Entienden que éste es el único camino posible y levantan su espada flamígera contra quienes estiman que se alejan de su ruta. Sucede también en el ámbito de las empresas. Porque el narcisismo, la sobrevaloración de las propias capacidades va unida a una cierta –falsa o verdadera– relación con el poder, confundido con lo atractivo. Rodean al actor principal un repertorio de secundarios y hasta terciarios, no menos narcisistas, que alaban cualquier decisión que el líder pretenda tomar. En el ámbito político la acción de contemplarse en el espejo de las bellezas o imaginarias soluciones se propaga y no siempre con éxito. La Historia está llena de Narcisos triunfadores y otros vencidos y hasta exterminados. Porque cualquier poder tiene dejes de crueldad.

En el ámbito de las bellas letras –excelente denominación francesa– el narcisismo puede observarse, si cabe, con mayor pureza. Ya incluso buena parte de los novelistas de hoy no tienen empacho en declarar que no hay imaginación en sus novelas, que son autoreferenciales, casi autobiográficas. Hemos regresado a la tendencia del ya lejano siglo XIX en el que la novela, como el cine y las series de hoy, explicitan en sus créditos que se inspiran en hechos reales para que los relatos resulten convincentes. No conviene que el lector o el espectador se desvíe de una realidad que se ofrece como antagónica a la imaginación, a la que nuestra clásica calificaba ya como «loca de la casa». Ofrecerse a sí mismo como modelo, paradigma literario ¿no constituye otra forma de narcisismo? En realidad, cualquier arte pretende alcanzar el reflejo, de una u otra forma, del artista-creador, quien en el ámbito de la plástica no tuvo empacho en deleitarnos con sus autoretratos. Lo que permite la tecnología de nuestros teléfonos, los selfies de los que tanto se abusa, ¿no son otra forma harto democrática de narcisismo? Por no aludir a la hoy amplia y tan diversa literatura del «yo». Avanzamos en el índice de autocomplacencia, en la satisfacción que nos producimos. Y ello reduce nuestra capacidad de autocrítica. ¿Para qué realizar este esfuerzo desmoralizador si avanzamos a la carrera hasta la perfección? Narciso dio un paso decisivo hacia el espejo y éste ahora no sólo nos devuelve nuestra propia imagen, sino que la podemos elegir y hasta embellecer a nuestro gusto en el ámbito de la fotografía o en la literatura autoreferencial y hasta en la política retornamos a la sobrevaloración del líder, si es que se abandonó en algún momento. Los partidos democráticos tampoco pierden un rostro que se transforma en el modelo que se asocia a lo auténtico. La democracia debería corregir la mala costumbre del personaje carismático, el liderazgo. Sin embargo, la tendencia al narcisismo lo deseamos también encarnado en un rostro emblemático. Alguien le votará, sin embargo, por razones indefinidas, sin olvidar a nuestros héroes de los complejos medios de comunicación o propaganda.