Opinión
Tierra plana
El otro día conocimos que Mike Hughes, el «Chiflado», teórico de la conspiración de la Tierra plana, después de haber subido a mil quinientos metros de altura en un cohete de fabricación casera, construido para comprobar su hipótesis, se estampó contra el suelo perdiendo la vida. Como el Coyote y el Correcaminos, pero en serio. Tanto que uno se pregunta cómo es posible que a estas alturas de la historia de la humanidad aún haya gentes con fe ciega en semejantes falacias, inasequibles al progreso de la ciencia e incapaces de aceptar que las imágenes que vemos todos los días en la sección meteorológica de los telediarios son verdaderas, no sólo por las borrascas y anticiclones que muestran, sino también porque evidencian la esfericidad de nuestro planeta.
La idea de que la Tierra es plana y que, incluso, descansa sobre una tortuga gigante, viene de la antigüedad. Umberto Eco, en su «Historia de las tierras y los lugares legendarios», nos lo cuenta con profusión de ilustraciones. Eco también nos instruye acerca de que, cuando se empezó a reflexionar científicamente sobre el asunto, sólo Parménides intuyó la esfericidad terrestre, y que, basándose en observaciones empíricas, Platón y Aristóteles dejaron clara esa cualidad. Después vinieron otros: Ptolomeo, Eratóstenes, Dante, Orígenes, Ambrosio, Alberto Magno, Tomás de Aquino, Bacon y, entre nosotros, Isidoro de Sevilla. «Todos los estudiosos de la Edad Media, sentencia Eco, sabían que la Tierra era una esfera». Pero luego llegaron los intérpretes literales de la biblia, de la mano de algunas sectas religiosas, que oponiéndose al evolucionismo acabaron regresando al terraplanismo.
La fe, ya se sabe, mueve montañas, y al «Chiflado» Hughes le lanzó en cohete hacia la eternidad. Para los que la tienen, la discusión científica está de sobra, cosa que, por cierto, ocurre también con los que odian las vacunas o se ponen en manos de homeópatas y chamanes. Lo malo es que, en esas diatribas, llevan las de ganar porque sobre estos asuntos opera la Ley de Brandolini, según la cual la energía intelectual necesaria para refutar una estupidez, es mucho mayor que la que se requiere para formularla. Así que los que confiamos en la ciencia estamos en desventaja. Además, como escribió Stephen Jay Gould, «la ciencia es una disciplina exigente, intenta comprender el estado objetivo de la naturaleza y explicarla con teorías generales; enseña muchas cosas maravillosas e inquietantes, pero no puede dar respuesta por sí sola a las grandes cuestiones de la moral y la estética, ni puede dictar la política social». Gould también señaló que los científicos conviven con «poetas y políticos, predicadores y filósofos», y ahí cada uno tiene sus razones.
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