Opinión

Las estampas del campo

Después de siglos de una, más bien retórica polémica entre los pensares y sentires de las gentes de campo y de ciudad en la que Fray Luis se decidió por el fino sentir de las primeras, y tras la otra gran artificial polémica entre los vicios de Corte y las virtudes de aldea, y ya coincidiendo en los años en que comenzó a popularizarse el coche y con él se visitaron las poblaciones aldeanas, se albergó la sensación de que las poblaciones rurales se iban a cerrar, porque la agricultura de la que San Agustín había dicho que era «la más inocente de las artes» lo que estaba mostrando era que resultaba un desastrado vivir y un negocio ruinoso.

El progreso material de los tiempos siempre ha ofrecido en nuestro ámbito campesino, una imagen paradójica; y, así, por ejemplo, mucho se rieron nuestros abuelos, exactamente como los aldeanos de Tierra de Campos, de los que dice don Xavier María de Munibe, conde de Peñaflorida, que se reían de las ocurrencias de Newton y Galileo o Gassendi y, cuando nuestros ilustrados del XVIII, por ejemplo, el paciente Jovellanos, trataba de convencerles de que los despoblados y los baldíos, que éste encontraba en su viaje por Mansilla de las Mulas yendo a León eran un desastre, y que el agua y los árboles eran una bendición. Algo parecido o igual a cuando se dice ahora que la agricultura se tiene que convertir en algo adjetivo, porque la tecnología hará el diseño de la alimentación y el transporte, y no tendremos que preocuparnos más. Y ello resulta a nuestros ojos perfectamente creible, porque, sin ir más allá, hemos visto con nuestros mismos ojos, verdaeros milagros como el de que se han sembrado girasoles y sin hacer la mínima tarea agrícola se han cobrado los dineros de su producción. Europa ha hecho estas mágicas maravillas nunca vistas. ¿Quién podria quejarse?

A los propios españoles les parecía que quizás Europa, como en la época romántica, debía de haber quedado fascinada hasta por nuestros esplendorosos nombres aldeanos como «Encinasola de los Comendadores» o «Alcalá de los Gazules», o que recordaban el agua. el aire, una alameda o sauces encantados, como letras capitulares de nuestra historia más profunda, que ciertamente también anida en el lenguaje campesino, que no es en modo alguno el lenguaje técnico del oficio agrícola, sino el lenguaje que ha atravesado los siglos y con él arrastra, y nombra, y un lenguaje carnal que levanta la realidad con ese nombre, y lleva consigo un imaginario y sonoridades sentimentales. E ironías y retrancas. Y cierta Europa nos recuerda la Inquisición, los judíos y los indios, que hablan el español como maestros del más hermoso idioma.

Pero, de repente, amanecemos en inglés comercial y turístico y lo hábitats rurales se transmutan en estampas pintorescas, porque las cosas han llegado a un punto en la acedía del hombre moderno urbano, que vive entre torres como criptas de aluminio y cristal, y en sus hábitats no hay nada que recuerde presencia humana o memoria histórica de hombre, y no sólo lo pintoresco sino hasta la ruina o el desconchado le procuran un respiro porque al vivir humano recuerdan, como a Ovidio en su destierro, el ladrido de los perros a la luna que se alza grande y roja en el atardecer campesino. Pero también ha durado poco esta idea del «rus».

No están en nuestra tradición cultural el amor al campo, y las transformaciones sociales intentadas no lograron la integración de la agricultura, ganadería y bosque entre sí, como aconsejaba la revolución agrícola del Císter, ni con el mundo industrial, comercial y alimentario de ahora mismo, y entonces ha tornado a los cerebros la imagen de los pueblos como una especie de zonas suburbiales sólo necesitadas de misiones culturales de la cultura capitalina de todo a cien, y como con la condición de ser capaces de aceptarla o desaparecer. Aunque ya sabemos que, de ordinario, antes cae un zigurat que una casita molinera.