Opinión

Contra el caos

Este ancho y ajeno, potente y extraordinario mundo occidental parece dirigirse hacia el desastre ante la aparición de un minúsculo virus que no habíamos llegado a conocer hasta hoy y que como tantas cosas llega desde la lejana y ya nada misteriosa China. El temor a lo desconocido y a sus efectos nos llevan hasta el origen de un Universo que pretendemos descubrir mediante sistemas matemáticos complicados y observaciones de telescopios que nos conducen casi hasta el origen del Universo y en consecuencia de la vida. Caos equivaldría a origen. Los helenos y sus predecesores lo entendieron como un principio cósmico amorfo, pletórico de posibilidades inexpresadas. Hesíodo, en su «Cosmogonía» como hijo de la Obscuridad y el mito griego, de origen babilónico imagina al Dios de Todas las Cosas rasgando el Caos en dos: el Cielo y la Tierra. Pero nuestro caos más próximo es poco más que un minúsculo virus que logra en poco tiempo poner en crisis nuestro sistema económico capitalista, que sacudió China como un pelele, economía ascendente del mundo. Arrastra a las Bolsas del riquísimo orden económico hacia una crisis y la sanitaria es ya calificada por la OMS como pandemia. Este reciente caos, forjado de temores y miedos ancestrales no es mítico, sino una realidad que podría llegar a destruir la ordenación social. Se reproducen imágenes de supermercados atiborrados, en los que los compradores hacen el mayor acopio posible de papel higiénico. Y también leche, claro. Parece como si los ancianos más pobres nada se dice de los más ricos- se hayan convertido en una amenaza para la supervivencia de una sociedad ordenada y escasamente pacífica. Pregunten, si no, a los libios, a los iraquíes asolados o a los iraníes amenazados por los todopoderosos EE UU, por no mencionar buena parte del África negra o ciertos países asiáticos.

Hasta hace unos pocos días nadie parecía dudar de la sanidad española que poco tenía que envidiar a la de otros países lejanos o vecinos. Su ordenación era más que respetada hasta que llegaron ciertos políticos para sembrar dudas y permitir temores en una ciudadanía que supone que nos adentramos en las siniestras oscuridades de su propio caos. Frente a un pacífico orden, más o menos establecido, hoy nos adentramos hacia los vericuetos del desorden antes que caos. Lo hace posible un miedo personal que cada quien convierte en colectivo, nacional y hasta universal. Porque el miedo resulta incontrolable. Nuestras sociedades se mueven por miedos que calificamos hasta de modernos. ¿Quién, si no, adoptaría fórmulas de enriquecimiento en las Bolsas optando por su baja y desplome? Éstas no son sino el reflejo de una organización que, bajo el lema del enriquecimiento individual, defendido por las leyes, desdeña profundas cuestiones de orden moral. La mayoría de la población, que ignora los conocimientos, aplaude mecanismos más o menos ocultos que subyacen bajo la superficie de una sociedad que se rige por leyes que nos han propuesto y favorece cualquier método de lo que defendemos como prosperidad.

Se nos dio un enjambre de formas y fórmulas, desde partidos políticos a patrias y leyes. Pero la mínima contrariedad nos conduce al caos. ¿Quién opta por el desorden, la violencia o la opresión? Nadie en teoría, pero basta que llegue una oportunidad para transformar la irrupción del virus en fórmula de enriquecimiento hasta patriótico. Luchar contra el caos supone manifestarse contra un desorden preestablecido, aunque no defendido, ineficiente y perturbador. Es ya demasiado lo que nos extraña en el día a día como para añadirle el coronavirus, que no estaba previsto. Podemos anticipar poco de una Naturaleza que nos desborda y angustia en su decadencia y a la que contribuimos con no poco esfuerzo. La compleja vida cotidiana nos sitúa en la decadencia del mismo medio que nos alimenta y en el que vivimos. La llegada del virus despertó el entusiasmo de buena parte de los medios de comunicación que tienden al sensacionalismo. Tal vez convenía darle un gran susto a esta sociedad adormecida por su ensoñado y falso enriquecimiento global. Pudimos comprobar en cadenas televisivas, periódicos, emisoras o medios más o menos nuevos de comunicación social a un tiempo un desatado interés hacia el coronavirus. Nadie podía suponer su papel profético. Todavía Italia no había alcanzado su punto más álgido y España parecía, en contraposición, parte del milagro que hace años que estamos viviendo, según dicen. Pero desde China nos alcanzaban los efluvios de este perverso enemigo que acabaría, incluso, hasta con el fútbol y que tantos veían como una maléfica embajada del futuro. Nos adentrábamos en el caos y hasta en el Caos. Habíamos pasado de ser el centro de un mundo en progreso indefinido a la mítica originaria. Porque venimos, en efecto, de un caos que nos creó y que tal vez pueda redimirnos. Pero preferimos la estabilidad y un posible orden más justo y estable frente a éste o cualquier otro virus. El coronavirus no constituye el caos originario ni significa otro fin del mundo. Su aparición se añade a otros varios pequeños caos que soportamos con resignación.