Opinión
Primavera
Acaba de llegar la primavera con sus abarcas llenas de flores. Conviene avisarlo para que no pase inadvertida, encerrados como estamos en nuestra casa y en nuestros lúgubres pensamientos. Hasta los pájaros parecen este año extrañados de tanta soledad en las calles y tan abrumador silencio. No sé si creer en los presagios. Este año no cantan, a estas alturas, los mirlos en el jardín, y los huidizos gorriones, cada vez más escasos, tardan a venir a comer el pan que les pongo en la puerta. Hasta las torcaces han suspendido su canto amoroso. Es como si toda la vida estuviera, este enigmático año bisiesto, en suspenso, esperando el momento de la explosión gozosa al final de la pesadilla. Me he acordado del pueblo, al que vuelvo siempre con el pensamiento, y más en estos momentos en que la ciudad está apestada y la muchedumbre asusta más que la soledad. De los pueblos abandonados huyen los pájaros. Lo tengo comprobado. He llegado a la conclusión de que también ellos –gorriones, mirlos, urracas, torcaces…– están en cuarentena. Creo que están desconcertados con tanto silencio y echan en falta nuestro ruido –hasta el horrísono chirrido de los soplahojas– y nuestra compañía.
Escribo el Día Meteorológico Mundial. Lo que parecía imposible se ha conseguido de golpe. La pandemia está limpiando el aire del mundo, parando la amenaza del calentamiento global. Esta es la fiesta de las isobaras, esos garabatos redondos en el mapa formando círculos concéntricos de borrascas y anticiclones. Es la fiesta de las nubes y el viento, de la escarcha y la nieve, de la luna llena y de las estrellas fugaces, de la lluvia mansa sobre los sembrados y del pedrisco asolador; es la fiesta de las úrguras, que son, como tengo dicho, las brujas blancas del invierno en las Tierras Altas, que ululan por las chimeneas en las largas noches de invierno. Y es, sobre todo, la fiesta del sol, al que rendían culto los celtíberos, mis antepasados, en la cumbre de los montes, encendiendo hogueras en el solsticio, y que, en julio, cae a plomo como un cuchillo ardiente sobre el páramo, poblado de polvo y de chicharras, cuando clasca ya la mies a la espera de la hoz.
Esta fiesta nos invita a mirar hoy al cielo agradecidos desde nuestra ventana. El cielo de Madrid ha amanecido cubierto. Mientras escribo, llueve mansamente. ¡Bendita lluvia primaveral! «El cielo se ha despeinado, su melena de cristal se destrenza en los sembrados» (Altolaguirre). Las gentes y los pájaros siguen callados.
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