Opinión

Aquellos médicos

El médico llegaba al pueblo a caballo. El de mi infancia se llamaba don Manuel, un hombre enérgico que, con su poderoso caballo, solía parar en nuestra casa. Sucedió en la posguerra a don Higinio, menos adicto al régimen, que fue el que ayudó a que yo viniera al mundo. Por lo visto, no fue fácil. Ocurrió a la luz de un candil, o de un velón de aceite, que eso no ha quedado claro, un día que nevaba. Ahora que, con esta peste, se pone de manifiesto la encomiable, denodada, casi heroica, labor de los sanitarios, que levanta un clamor de gratitud desde las ventanas, me acuerdo con afecto de aquellos médicos rurales. Pienso que lo peor que les ha pasado a los pueblos ha sido el cierre de la escuela y la casa del médico.

El médico estaba disponible día y noche. No había teléfono para llamarle. Había que ir personalmente a su puerta. Tenía que atender docenas de pueblos, que entonces estaban superpoblados. Acudía cuando lo llamaban, a caballo, por caminos de herradura o sendas de cabras, quemara el sol o cayeran chuzos de punta. Había días de invierno en las Tierras Altas que la cellisca azotaba la cara y acobardaba a la caballería, que se resistía a seguir adelante. Era temerario, pero había que continuar porque se trataba de una cuestión de vida o muerte.

Venía provisto de un pequeño maletín negro, con el fonendoscopio, el aparato de medir la tensión, el termómetro y un botiquín mínimo de primeros auxilios. Especialmente sentía el desamparo y la angustia ante un parto difícil. La familia le aportaba un balde de agua caliente. El trance ocurría con frecuencia en una alcoba oscura a la luz de una palmatoria o un candil. Estaba en juego la vida de la madre y de la criatura. Basta comprobar la cantidad de «Niños sin nombre» en el libro de bautizados de la época. Cuando el médico no llegaba a tiempo, las mujeres mayores, con sayas y pañuelos oscuros, hacían de parteras.

Las gentes acudían al médico en caso de extrema necesidad. En ninguna casa había un termómetro ni un tubo de aspirinas. La penicilina llegó tarde, transportada a caballo en una caja con hielo. Con frecuencia, cuando se avisaba al médico, se llamaba también al cura para que, si venían mal dadas, administrara al enfermo los últimos sacramentos. Regía entre aquellos campesinos una estoica o santa resignación: cuando uno se moría era porque le había llegado su hora y, simplemente, se iba al otro barrio.