Opinión
Estar solo
Ya el novelista inglés descubrió la soledad del corredor de fondo. Pero ello se corregía con la contemplación del paisaje y la actividad física. Podíamos observar hace poco tiempo esos buscadores de forma física, incluso en las pobladas calles. Pero llevamos aún poco tiempo para lograr hacernos una idea de lo que suponía permanecer recluido en una celda durante largo tiempo y no hace tantos siglos. Ni siquiera cabe recurrir al feliz título de Gabriel García Márquez, sus «Cien años de soledad» que arrastra generaciones. En pocos días de obligado confinamiento algunos han descubierto la felicidad de la familia y su compañía que, tal vez, olvidaron, aunque para otros también la dureza de una soledad que afecta a quienes van adentrándose hacia la jubilación, antes supuesta alegría. Vivimos tiempos y situaciones extrañas y la soledad sigue siendo un fenómeno anclado en nuestra psicología. Los escritores estamos acostumbrados a una determinada soledad que se entiende como creadora, aunque lo sea tan sólo en contadas ocasiones. Nadie pone en duda que el ser humano nace y muere solo. Tal vez la compañía de la madre, atenta desde los primeros vagidos, atempera la primera fase, pero la segunda ya no tiene remedio y las «Danzas de la Muerte» medievales obligaban a reflexionar que nadie, desde el Rey al Papa, quedaba exento de un trance que supone la desaparición y para otros una nueva vida. En el legendario bíblico, morirse fue el peor castigo que Jehová pudo infligir a la pareja humana. Pero cuanto implica vida en los seres lleva consigo también el germen de la muerte. Y ya no hay mayor soledad individual en nuestra especie, consciente de su desaparición.
Desde las «Soledades» barrocas de Luis de Góngora al libro de Octavio Paz, «El laberinto de la soledad» (1950), escrito en París entre 1948 y 1949, más los que han seguido sus vivencias, porque también hay pueblos y colectividades que se sienten solos, sufren aislamientos e incluso desaparecen, el tema ha sido tratado desde perspectivas diversas y ángulos contrapuestos, más o menos científicamente.
Cuando la soledad es forzosa se pierde cualquier esperanza creadora y nos encierra aún más en nosotros mismos con un riesgo de dolor espiritual que la dispersión laboral diaria relativiza. Unos pocos días de forzado aislamiento permiten limpiar la casa, los armarios o ver mucha televisión, anclarse en el móvil y suspirar por los seres queridos ausentes por imperiosa obligación legislativa o destinados a trabajos necesarios para la supervivencia social. Las calles desoladas de pueblos y ciudades han sido equiparadas, con una guerra. Angela Merkel, estos días en observación como nuestra Carmen Calvo y tantos otros, comparó estos vacíos –que dudo que lleguen a cambiar el mundo, a menos de que lo hicieran las mujeres y los hombres con mayor rigor íntimo– con el fin de la II Guerra Mundial. Pero fue otra cosa y la devastación que trajo consigo, salvo para los derrotados, no implicaba un cambio de mentalidad, ni siquiera supuso el cambio de ideas políticas que reverdecen en nuestros días. Los cambios de mentalidad son lentos y suponen sustituciones –productoras de nuevos entusiasmos– capaces de neutralizar anteriores ideales. De este modo las mentalidades avanzan a saltos y evitan ese discurrir lento del agua como en algunos ríos.
Escribe Paz que «la soledad es una pena, esto es, una condena y una expiación. Es un castigo, pero también una promesa del fin de nuestro exilio. Toda vida está habitada por esta dialéctica». El contrapunto a la soledad vendría a ser el amor, «una experiencia casi inaccesible», asegura, el poeta que tanto lo ocupó en el pasado siglo. El libro, pese a su título, se inclina hacia el análisis del fenómeno mexicano y constituye uno de los más bellos y esclarecedores ejemplos de una interpretación territorial que Ortega y Gasset ya había cultivado en «La España invertebrada». Leer a Ortega debería convertirse en deporte nacional, pese a los desacuerdos que podamos mantener con él en algún punto concreto. Cuando Paz habla del amor en contraposición a la soledad observa que: «todo se opone a él: moral, clases, leyes, razas y los mismos enamorados». Cabe admitir su contraposición entre amor y soledad. Y tal vez, incluso, ampliar el concepto del amor a un ámbito más amplio, sin reducirlo a la figura de la pareja, eje esencial. Durante siglos, en los conventos católicos, la soledad –combinada con la oración y los sacrificios– fueron y en forma minoritaria siguen siéndolo, un acto de amor a Dios que se traduce en oración y hasta en trabajo. Estos días interminables de obligada soledad habrán permitido reflexionar sobre ella. Y a ello, añadir el sufrimiento y la angustia colectiva, universal. Pero nuestras soledades podrían resultar múltiples. Alguien podría entenderla como arte, aunque pueda resultar una vivencia dura, devastadora. Lo saben también quienes gobiernan y cuantos seguimos forzosamente enclaustrados a la espera de que la tempestad escampe. Un virus, ¿cambiará el mundo y nos concederá la generosidad, la justicia social, la fraternidad y mayor capacidad de raciocinio, amor y estabilidad? Tal vez como mucho logremos superar el tiempo de la angustia.
✕
Accede a tu cuenta para comentar