Opinión

Y nos salvarán los viejos

Se llama Antonia. Me ha llamado con la voz dispersa y honda, un timbre acostado del revés, pregunta de una sola tacada más que en los últimos meses, en los que andaba anestesiada en sus asuntos y por esas pastillas que no le cuadran la cabeza, ella, que no había conocido los efectos psicotrópicos, ni siquiera la de una borrachera, un chupito de Baileys en Navidad. Tiene 86 años y permanece sentada por una rotura de cadera, muchas horas de televisión, por favor sálvame, porque se cansó de hacer manteles, su matarratos anterior, que mantenía ocupado el arsenal de recuerdos. Todos los miembros de la familia tenían ya más de uno. Así que cuando acabó la ilusión de poner la mesa ajena, repleta de cuadritos vichy, se confinó mucho antes de que lo decretara el Gobierno. Se hizo vicepresidenta de sus lamentos. Se ha enterado, en ese bombardeo constante, de que hay un virus que puede matar y que, si la atrapa, la pondrán a la cola. Esa barbaridad no la alarma, a mi sí, casi lo comprende, acostumbrada a la resignación y a que los difuntos les pasen por delante y por encima. Siente ahora más aún ese peso y esa levedad. Ella misma se ve desde el otro lado. Toda la vida ha sido una guerra, así que una más, qué te voy a contar. Pero los hijos, los nietos, los bisnietos, qué será de ellos. Me manda una foto con el último. Apenas dos meses. Entre la edad del bebé y la suya hay unas células que decidieron envejecer y un mundo que se explica entre las arrugas. Es una más, pero para el que escribe no es un número, sino una madre, por lo que ese debate de los viejos y de los tulipanes me provoca una rabia de párvulo, como cuando a los cinco años me mordió un perro en el primer día de colegio y quería morirme por no entender el mundo. Que la profesora tuviera que bajarte los pantalones para visualizar un parte de daños. Ella estaría dispuesta a sacrificarse, creo que casi todos los de esa generación anterior a que todo fuera gratis y te regalaran los derechos solo por respirar sin respirador. Antonia, como sus hermanas y las pocas amigas que se acurrucaban juntas como gallinas ya sin gallo en el corral, obedece al médico y a sus hijos, vuelta una adolescente con trenzas blancas, aunque las noticias le asalten en el postre de gelatina. Sin esos ancianos que ahora son estadística no existiría para nosotros el aire que un día fue sano y por el que ahora se mueve una letanía enferma. Si los ponen a la cola no mereceríamos más que un mal de latigazos hasta que la piel quede tan joven que ya no exista.