Opinión
Música y películas como antídoto
Los artistas hablan con pelos en las orejas y son poco fiables cuando se trata de tomarle el pulso al día a día. Ególatras, distraídos, a menudo inseguros, andan siempre cerca de soltar paridas cuando alguien les pregunta por el precio del petróleo, el deshielo en la Antártida, las vicisitudes del gobierno o la gestión de la crisis por el virus. Su voz no está ni más ni menos autorizada que la de cualquiera. Nadie se imagina que el talento para pintar bodegones o la facilidad para describir un paisaje te conceda poderes especiales a la hora de desglosar lo que sucede en la escalera. Aunque los artistas hablan convencidos de que sí, de que su voz es la voz del que ve incendios a lo lejos. Pero el ensimismamiento provoca que vivan demasiado a su bola. Encerrados con sus partituras. Rodeados de fotogramas. A solas con sus subvenciones, sus cuitas y sus cuentos. La incompetencia para tomarle el pulso a las portadas, su tendencia a utilizar el lengua de madera del tópico, el hecho de que a menudo suenen divinos y sean incapaces de empatizar con la gente corriente, no impide que, en el caso de los mejores, sean también capaces de entregar productos que van más allá o acá de la sucia cotidianidad, la lista de la compra y el atroz soniquete de las noticias. En tiempos de pandemia cauterizan heridas y ayudan a forjarnos, endurecernos y hacernos más resistentes al colmillo de miedo. De ahí que servidor haya llorado como si fuera familiares o amigos la muerte de gente como Luis Eduardo Aute, Rafael Berrio y Bill Withers, tres músicos, cantautores, poetas, muy distintos y al mismo tiempo semejantes en su capacidad de confortarnos. Caen las bombas cerca, palma gente a diario, acaban de llevarse en ambulancia a una compañera de mi esposa, apenas 40 años y dos niños pequeños, y yo, en las horas aciagas, necesito más que nunca de los servicios curativos del arte. Me amarro al aleteo de los versos, a las palabras pálidas y desencadenadas de las grandes novelas, al rumor de leopardos que acechan entre las sombras del óleo, al temblor azul de los violines, a la evocación de otros mundos y la conflagración de este, puesto a secar tras darle la vuelta en un ataque de palabras y sonidos concebidos para matar y saciar.
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