Coronavirus

El emperador es un vago

Un confinamiento en ultramar (XVIII)

Ayer salimos a la calle. Paseamos por la acera bajo un sol machacado. Max cogió mi teléfono y fotografió un gato, un gorrión, unas palomas, una botella de plástico, un árbol, sus zapatos, las nubes. Por esta curva de Brooklyn, junto al desierto urbanístico de la autovía elevada que construyó Robert Moses, el abuelete de los proyectos colosales, apenas ves peatones. Tampoco hay gente en el metro, donde la afluencia de viajeros ha disminuido en un 92% y han fallecido 41 empleados.

Leo en CNN que de los 25.000 curritos del MTA, la Metropolitan Transportation Authority, 6.022 están en cuarentena y de estos 1.571 han dado positivo. El coronavirus, nanopartículas mortales, resulta muy contagioso en los espacios enrarecidos y el distanciamiento es necesario. El doctor Fauci, ángel bueno y sabio de esta crisis, promete que tendremos vacaciones de verano. La gente le da a la tecla de F5 para que Amazon traiga hasta casa el pedido de la compra. Horas y horas de refrescar la pantalla para evitar acercarse al supermercado, que como todo el mundo sabe es la patria del virus y el lugar donde sólo trabajan los pobres, que no encuentran mejor forma de suicidarse.

En el New Yorker entrevistan a Fran Lebowitz, la gran escritora neoyorquina, la Bartleby que cambió la escritura por las conferencias, amiga de Martin Scorsese, empleada de Andy Warhol, judía, fumadora, gruñona, cáustica, y a la que entrevisté una mañana para una película documental que abandoné después de varios años. Lebowitz opina, como yo, que estamos en manos de un gobernante impresentable. Mira que no conoce a Pedro Sánchez. Entrevistada por la revista New Yorker dice de Donald Trump «que todo lo que podía fallar en un ser humano falla en él.

Pero lo más peligroso de Trump es lo increíblemente estúpido que es. Esto no es así alguien no tiene responsabilidades, pero en un presidente sí es lo más peligroso. Su creencia absoluta en sí mismo, eso es algo que nunca va a cambiar. Y a él no le importa. Cuando la gente dice que no muestra suficiente empatía, Trump no sabe lo que significa. Cada vez que usa la palabra «amor», algo que hace ocasionalmente, pienso en la palabra «álgebra». Porque yo no sé qué es el álgebra. Hice Álgebra 1 cuatro veces, porque suspendí cuatro veces y todavía no sé qué significa álgebra.

Conozco los símbolos. Y eso es lo que el amor significa para Donald Trump». Exagera, pero sólo porque minimiza la sociopatía del amigo, que heredó millones de su padre y usó las elecciones para relanzar unos negocios quebrados. En su vida no ha hecho otra cosa que reventar la caja de las empresas, contemplar las pelusas de su ombligo, parlotear sobre sus teóricas virtudes, perseguir a los reporteros del colorín, presentar programas de telemierda y decorar casas y hoteles con un gusto digno de un lugarteniente de Joe Pesci en Casino.

Tampoco crean que Lebowitz tiene una gran opinión del alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, al que acusa de incompetente. Ni de Bernie Sanders, que no sabe hacer otra cosa que gritar. Ni de Joe Biden: «Siempre me ha disgustado Joe Biden, principalmente durante las debido a las audiencias de Anita Hill». Abogada, Hill declaró en 1991 ante el senado por sus acusaciones de acoso sexual contra el juez Clarence Thomas, nominado al Tribunal Supremo; el senador Biden fue uno de los interrogadores.

Varias de las preguntas que formuló dan mucha vergüenza ajena y no requieres de ningún #MeToo para entender hasta qué punto la indagación en pos de la verdad no implica necesariamente humillar al personal o bromear con su honorabilidad. Lebowitz también sostiene que Biden «convirtió a Delaware en un pozo negro de usura. Pero estaba muy feliz cuando comenzó a ganar. Y eso para mí fue triste. Pensé: Esto es a lo que has llegado. Estás feliz de que Joe Biden esté ganando». E igual que ella todos los que todavía no aplauden a un cowboy, Trump, que no distinguiría una vaca de un camello bactriano, atado a la soga del ego, acorralado por su perpetuo narcisismo, incapaz de decir una maldita verdad y adicto a los pucheritos en cuanto alguien repasa sus incontables negligencias.

Mis amigos en España, pobres, creen que Trump epitomiza al hombre de frontera, hecho así mismo, reactivo a los melindres del progresismo posmo. En realidad tiene de John Wayne lo que yo de organismo sintético en Blade Runner o usted de amigo de francachelas de William Shakespeare. Sus primeras cabalgadas fueron en las limusinas de papá Fred. Su mayor pecado, nuestro peor problema, sostiene Lebowitz, es la pereza. En el pescante del país más rico del mundo hay un vago supremo. Alguien que intenta demostrar que actúa en beneficio del ciudadano, incapaz de leer un informe y cuyas ruedas de prensa animan a engullir trankimazines mojados en bourbon.