Opinión
Momento decisivo
El término crisis nos ha llegado del griego y quiere decir «momento decisivo». Cuando ha sobrevenido la situación desatada por el Covid-19, la agenda pública española venía condicionada por una coyuntura algo más que compleja derivada, al menos, de las consecuencias socioeconómicas de la crisis sistémica de 2008; la corrupción que ha afectado a partidos, instituciones y estructuras esenciales del Estado; la irrupción del multipartidismo y, por supuesto, el desafío secesionista catalán –por citar tan solo sus factores más evidentes-.
En este contexto y ante la demanda de reforma constitucional que asoma de manera persistente en nuestra vida política, para afrontar las consecuencias que sobre el tejido productivo del país va a legar esta crisis sociosanitaria, en los últimos días se han invocado unos nuevos «Pactos de la Moncloa». Con todo, qué duda cabe que, más allá del añorado consenso, el contexto es muy diferente.
En lo político, España salía entonces de una Dictadura, tenía una economía en vías de desarrollo y, socialmente, la ausencia de libertades lastraba derechos individuales como los de las mujeres. También, los partidos políticos eran más homogéneos y los liderazgos más fuertes e incontestados, ahora, un pacto como el que se invoca, no solo deberá contar con partidos, sindicatos y empresarios, sino que también deberá incluir a otros colectivos de la sociedad civil, que hoy juegan un rol importante en nuestra compleja y plural vida pública.
En la esfera internacional, el contexto es también muy distinto. La política de bloques de la Guerra Fría, entonces a punto de iniciar el conflicto de Afganistán, dista enormemente de la política multilateral que acompaña la actual crisis de Europa, el cuestionamiento de los organismos internacionales y el choque comercial entre Estados Unidos y China –por no mencionar cómo, ante las fronteras «porosas» que caracterizan nuestro mundo, no hay valla ni muro que detenga corrientes humanas, ideológicas, culturales o… víricas
En la vida de las personas, las nuevas realidades derivadas de la globalización y la digitalización han introducido un cambio de paradigma en la concepción del ser humano. De modo paralelo al relevo del «yo» heredado del romanticismo por el «yo en red» con el que hoy los jóvenes se entienden a sí mismos –donde su perfil en las redes sociales son parte esencial de su personalidad–, el data science condiciona nuestro modo de pensamiento y hábitos de consumo de todo tipo, para muchos sin tan siquiera saberlo.
Junto a todo ello, más que una ausencia de valores –como algunos denuncian–, asistimos a una multiplicación radical de los mismos, facilitados por el conocimiento prácticamente global y gratuito que nos brindan los Smartphone y cuyo resultado es que las identidades son hoy poliédricas, diversas, heterogéneas.
Ante ese escenario, si en 1975/77 el «momento decisivo» para nuestros mayores radicaba en conquistar la democracia, parece conveniente plantearse hoy qué queremos para nuestro país en las próximas décadas o, por decirlo con Ortega y Gasset, cuál es nuestro «proyecto de vida en común». Como han puesto de manifiesto sociólogos y demógrafos, España es una sociedad con una pirámide poblacional invertida. El futuro de la cohesión social –o la ausencia de ella– dependerá, en buena medida, de que comprendamos e integremos las aspiraciones de los más jóvenes. Su menor peso demográfico no debe llevar a ignorar sus demandas como, por cierto, ha sucedido en el Reino Unido donde, a pesar de su abrumador voto en contra del Brexit, este ha salido adelante. Ahora que en nuestro país se invocan nuevos acuerdos de Estado, enhebrar un pacto intergeneracional nos ayudará, no solo a sortear la actual crisis, sino también a resolver los problemas que nos afectaban antes de que llegara el Covid-19.
En ese contexto, si para las personas de la tercera edad sus banderas venían definidas por herencias históricas, doctrinas económicas e ideológicas y la aspiración de libertad y justicia social que les llevó a ganar la democracia para España; para los más jóvenes son insoslayables estandartes como el derecho al trabajo y sueldo digno; la radical igualdad entre hombres y mujeres; la sostenibilidad, el combate contra el cambio climático y el cuidado del planeta; la solidaridad, la lucha contra desigualdad y la inaceptable diferencia entre pobres y ricos –según Oxfam, el 1% de la población mundial ostenta tantos recursos como el 99% restante– y, derivado de ello, frente a aquellos que promueven el odio y la intolerancia contra el diferente, la creencia de la existencia de una única raza y condición: la humana.
Situaciones como la que nos asolan estos días, muchas veces actúan como catalizadores históricos y, transformaciones profundas que se venían gestando en ocasiones a lo largo de décadas, se aceleran y terminan implantándose en las sociedades de manera vertiginosa. Parece evidente que el mundo que ha de venir tras esta crisis sanitaria será distinto al que conocíamos. Así, banderas de nuestros mayores y estandartes de nuestros jóvenes habrán de conjugarse si queremos que España supere de la mejor manera posible la actual coyuntura. Hagamos cierto aquello que se atribuye a Winston Churchill, «¡Nunca desperdicies una buena crisis!».
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