Opinión
En el nombre del libro
Escribo en el Día del Libro con las librerías cerradas y la muerte suelta. Debe de ser espantoso vivir este forzado retiro en una casa donde no haya un libro y esté todo el día la tele encendida. De mí sé decir que el principal remedio que he encontrado para soportar la engorrosa situación y ahuyentar el miedo ha sido la lectura. Por fin he leído completa, en este tiempo de reclusión, la Eneida y he tenido ocasión de seguir con Virgilio repasando las Églogas en versión bilingüe; acabo de terminar un tomo, que tenía olvidado, de Cuentos de Tolstoi, y sigo disfrutando cada día con el Quijote, que es mi libro de cabecera desde que, siendo niño, nos lo leía en voz alta mi madre, viuda, en las noches de invierno a la luz de un candil en la cocina encendida. Ayer arrancó la segunda parte con el hidalgo y su escudero otra vez en camino en busca de aventuras.
Este 23 de abril, Día de los Comuneros de Castilla, no ha habido entrega de libros y rosas en las calles de Barcelona. No importa. Uno puede guardar dentro el tesoro de los libros leídos. Si los españoles, empezando por los políticos, leyeran más, otro gallo nos cantaría. La lectura de los grandes autores es la mejor vacuna contra los fanatismos y las ideologías trasnochadas. Esta crisis sanitaria ha servido para valorar la cercanía humana y para buscar refugio en los libros. En estos días oscuros, mientras subía el nivel de muertos, ascendía también el nivel de lectura en España y bajaba la contaminación del aire. Puede que estemos salvados si sobrevivimos.
En uno de los cuentos de Tolstoi, escrito hace unos 130 años, he encontrado sorprendentes similitudes con la actual situación. A los enfermos, dice, «se les instalaba en casas donde sufrían y morían, no rodeados de sus deudos ni llorados por ellos, sino entre las manos de personas alquiladas al efecto (…) Además, en virtud de que las enfermedades, en su mayor parte, fueron reconocidas como contagiosas, los hombres, temiendo contaminarse, no sólo no se acercaban a los enfermos, sino que se alejaban incluso de aquellos que los cuidaban. Entonces Dios se dijo: “¡Si ni por este medio se puede conducir a los hombres a que comprendan en qué consiste la felicidad, que se las arreglen con sus propios sufrimientos!”. Y Dios abandonó a los hombres». Definitivamente, uno comprueba que de la mano de los grandes autores –Cervantes, Virgilio, Tolstoi, Shakespeare…– la vida nos sale al encuentro sin secretos.
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