Opinión
Economía post-epidémica
No se le puede criticar a un gobierno por ser aproximadamente realista en política económica, aunque sí por haber llegado demasiado tarde o ser ineficaz en la traslación de aquella desde el Boletín Oficial del Estado al proceloso mundo del trabajo, las empresas y las finanzas. El de Sánchez no se ha apartado demasiado, pese a ciertas pulsiones ideológicas supuestamente progresistas, de las pautas de actuación que han presidido las actuaciones de los países occidentales, basadas en el sostenimiento público de las rentas de los trabajadores y autónomos, el aplazamiento de impuestos y la inyección de liquidez a las empresas. Pero sí puede destacarse que, entre las principales de esas naciones, ocupa la posición más retrasada en cuanto a los recursos comprometidos y, seguramente también, a la rapidez con que ha sido capaz de trasladarlos a los afectados, aunque esto último sea más difícil de precisar. O sea que los hombres de Sánchez no destacan en esta materia por su superior capacidad.
Pero en la economía post-epidémica lo más relevante no es esto. Son las ideas que se manejan para concebir la crisis que se nos avecina con una tremenda intensidad. Los economistas del Gobierno –y, por cierto, muchos de los que les critican desde la sociedad civil– creyeron que este asunto era cosa de meses: un parón de la actividad al que sigue una rápida recuperación que deja las cosas como estaban, sin afectar a los fundamentos de la prosperidad. Por eso hablaban de uves (V) y úes (U) para caracterizarla, dependiendo de la velocidad del proceso. Ahora se van cayendo del guindo y empiezan a hablar de una duración de años, de uves asimétricas y otras zarandajas por el estilo, sin tener en cuenta las lecciones que ha dejado la historia acerca de este tipo de fenómenos.
Esas lecciones son esencialmente dos. La primera es que los efectos de las crisis post-epidémicas persisten durante mucho tiempo, generalmente décadas. Y la segunda que esas crisis trastocan la estructura social y, con ella, la posición relativa que ocupan quienes aportan el trabajo y el capital a los procesos productivos, fortaleciendo a los primeros y debilitando a los segundos. La razón de esto es sencilla: la epidemia ataca a las personas pero no a las cosas. Destruye la capacidad de trabajo, haciendo más escaso este factor, pero no el capital, cuyos elementos materiales quedan ociosos. Pero en esta ocasión la sociedad ha optado por salvar vidas y, con ello, ha provocado la quiebra parcial del tejido productivo, con lo que no sólo habrá sobreabundancia de capital, sino también de trabajo. Este es el problema inédito al que ahora nos enfrentamos.
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