Opinión
Los muertos de otros
Uno se acostumbra a los muertos de otros. Aparecen cada día en las noticias, ocultos sus rostros demudados y sus carnes trémulas, tras unas cifras que son parte de la estadística. Tantos contagiados. Tantos curados. Tantos muertos. Los muertos de otros están ahí. Y no derramamos ni una lágrima por ellos. Menos todavía, cuando nos dicen que ya son menos, aunque aún sean, diariamente, más de doscientos. Dos centenares de seres humanos que, hasta sus muertes, se creyeron inmortales, y, como nosotros, no pensaron en los muertos de otros. ¿Cuánto tardaríamos en contarlos, si se pusieran en fila, de uno en uno, cargados con las mochilas de sus vidas y sus recuerdos? Los muertos de otros se van en silencio, antes de desvanecerse y volverse polvo. Y, a veces, hasta borramos de la memoria que murieron. Solo ese día que, de pronto, el muerto tras el número, es nuestro, nos duele el corazón. Y es entonces cuando somos conscientes de todos los que se fueron, sin dejar más huella pública que la mención de esa cifra en el telediario. Y cuando sentimos que ese coronavirus que ha matado a otros, pero también a nuestro amigo, a nuestro padre, o a nuestro amante, es un asesino. Y cuando nos taladra la tragedia de días infinitos de incertidumbre, de hospitales llenos de miedo, de sanitarios desprotegidos, de test insuficientes y de todo lo que ya jamás será posible reparar porque, cuando se arregle –si lo hace- no nos devolverá a nuestros muertos. Este artículo es un homenaje a los muertos de otros. Y a mis propios muertos, que me han obligado a recordar a los demás. Saldremos, sí. Pero no los olvidemos.
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