Opinión

Un comunista respetado

Desde que alcanzó la Alcaldía de Córdoba en 1986 a Julio Anguita lo llamaban «el califa rojo», califa por ser cordobés aunque había nacido en Málaga, por su rostro, sus ojos y su barba puntiaguda, y rojo porque era comunista hasta las cachas y nunca lo disimulaba. Y, a pesar de todos los avatares de su vida política, con halagos y puñaladas –estas últimas, más de propios que de extraños–, nunca dejó de serlo. Comunista vivió y comunista ha muerto cuando el corazón, después de varios avisos, no resistió más. Con Franco vivo, ingresó en 1972 en el PCE. Y eso que procedía de una familia de militares y guardias civiles desde varias generaciones. Ha sido un político consecuente con sus ideas y respetado hasta por sus adversarios.

Durante toda su vida pública supo combinar sus dogmatismos, característicos de la izquierda comunista, con sus llamamientos a favor de la reflexión, la serenidad y la cordura. En estos últimos tiempos estaba contra la crispación que se ha ido apoderando de la vida nacional. Quizás por eso y a pesar de sus aparentes contradicciones, había llegado a ser desde su retiro cordobés en esta última etapa de su vida, obligado por sus achaques de salud, una referencia para la actual izquierda comunista, desvencijada y desnortada, dividida entre IU, que no ha dejado de ser su casa, y Podemos, un cuerpo extraño que ha ido apoderándose poco a poco de la herencia asaltando la casa común. Pablo Iglesias no ha perdido un minuto, después de la noticia de la muerte de Anguita, para intentar apropiarse de su figura. Ha reconocido que «dijo las más crudas e incorrectas verdades con todo en contra». No ha dicho los silencios con los que se ha ido a la tumba. Mientras tanto, Alberto Garzón, que nunca había soñado con llegar a tanto con tan poco, llora ahora, huérfano de mentor, su desolación por las esquinas.

Ha muerto, sobre todo, un político honrado, que no se ha enriquecido con los cargos y que cuando dejó la política activa se incorporó sin aspavientos a su puesto de profesor de Instituto. Julio Anguita era licenciado en Historia –no era un ágrafo como algunos políticos actuales– y su imagen más característica es la de maestro de escuela. Se le notaba a la legua en sus manifestaciones, no sólo en la época de esplendor –llegó a situar en 1996 a Izquierda Unida, con él al frente, como la tercera fuerza en el Congreso de los Diputados– su afición y fervor por la pedagogía. Le interesaba, sobre manera, enseñar, aleccionar con paciencia, como hace un buen maestro con los niños de la escuela. Su famosa consigna en aquellas elecciones, en las que cayó el PSOE de Felipe González y llegó Aznar al poder, fue: «Programa, programa y programa». Huía de los manejos bajo cuerda, de las maniobras sucias, de los acuerdos sin contenido y de la falta de transparencia.

A finales del siglo pasado, llegó su decadencia política. En las elecciones europeas, autonómicas y municipales de 1999 los comunistas sufrieron un fuerte batacazo, que le obligó a retirarse. Por entonces empezó además a fallarle seriamente el corazón. El relevo en IU por Gaspar Llamazares, que él mismo promovió, resultó problemático y, a la postre, fallido. Entre ellos no acabaron bien, hasta el punto de que Anguita no apoyó después la candidatura de su sucesor ni para el cartel de las elecciones generales ni para la dirección del partido. Fueron tiempos de enfrentamientos y divisiones en el Partido Comunista, una crisis que no han conseguido superar.

Las memorias o autobiografía de Julio Anguita llevan el significativo título de «Contra la ceguera». Él observó siempre la vida pública en España con un fuerte espíritu crítico. Se esforzó en iluminar la realidad con sus ideas, pero respetando las ideas de los demás. Uno de sus últimos gestos de rebeldía política fue la firma de un manifiesto en 2014 en el que pedía la ruptura de IU con el Partido Socialista de Andalucía. No es extraño que se haya muerto con preocupación viendo la actual conjunción de izquierdas, el presente gatuperio, en el Gobierno de España.

Aparte de los sucesivos sustos del corazón, que le obligaron a retirarse, uno de los momentos más amargos de su vida fue cuando le llegó la noticia el año 2003 de que su hijo mayor, Julio Anguita Parrado, periodista, había muerto en la guerra de Irak alcanzado por un misil. Su reacción de padre y de político fue: «¡Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen!» Ahora el «califa rojo» ha encontrado por fin la paz entre el respeto general.