Opinión
La verdad oculta
Resulta que nos echamos las manos a la cabeza escandalizados clamando contra la inconsciencia y la irresponsabilidad ciudadana, al presenciar las imágenes en terrazas de bares con el personal poco menos que apiñado, sin guardar distancia alguna de seguridad y festejando como si en este país no estuviera ocurriendo nada grave ni desde el ámbito sanitario ni desde el económico, casi como si lo de la mayor crisis humanitaria vivida en España desde la postguerra fuera un mal sueño, una pesadilla irreal. Y todavía nos seguimos preguntando sobre esa ausencia de sentido común de la ciudadanía cuando rompe cuarentenas, confinamientos domiciliarios o mínimas normas en las distancias de seguridad, sin cuestionarnos a nosotros mismos a propósito del porqué de esa actitud. Sobre esto conviene ser claros y admitir que cada palo debe aguantar su vela, desde el gobierno y las distintas administraciones, hasta los propios medios de comunicación que somos al fin y al cabo quienes hacemos que las cosas existan por el mero hecho de que son vistas y oídas. Por lo tanto, en un país en el que después de decenas de miles de fallecidos todavía sin cuantificar de manera ajustada y casi un cuarto de millón de contagiados no se hayan visto prácticamente imágenes de morgues, ataúdes o miserias en los hospitales con gente arrumbada en los pasillos y enfermos luchando entre la vida y la muerte, difícilmente puede exigirse una concienciación social auténticamente real sobre lo que está ocurriendo y que evite además eclosiones de «entusiasmo cervecero» como las que estamos presenciando esto días en el tránsito de la fase «0» a la «1». Me espetaba una responsable en el sector de las residencias de mayores, testigo directo de la tragedia, que «hasta que los medios de comunicación no reflejéis con toda su crudeza lo que os estamos contando quienes luchamos en primera línea, nadie será consciente de lo que esta pasando». Tenía razón. Las pasadas campañas de la «ardillita» a cargo de la dirección general de tráfico no consiguieron reducir el número de accidentes sencillamente porque no daban en la tecla de concienciar a la población, algo que sí se produjo con resultados contantes y sonantes en la disminución de muertos en las carreteras cuando se promocionaron crudas campañas con imágenes dramáticas y lesivas a toda sensibilidad sobre los efectos de la conducción imprudente. Lo último que conviene ahora por lo tanto es hacerse trampas en el solitario. Es comprensible que los gobiernos pretendan evitar durante la gestión de grandes crisis la divulgación de imágenes trágicas -ocurrió en los Estados Unidos donde no se tomó conciencia de la gravedad de la guerra del Vietnam hasta que no aparecieron los ataúdes- pero orillar la realidad, además de albergar un componente manifiestamente fraudulento termina por acarrear consecuencias poco deseables. Meter la porquería debajo de la cama o encerrar en un sótano a parientes con minusvalías no hace que desaparezca el problema. Ergo, si llamamos irresponsables a los «nostálgicos cerveceros de terraza» preguntémonos antes si se les esta ayudando a ser conscientes de toda la verdad cruda y desnuda.
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