Opinión
Crispación a la española
Ahora que se ha desencadenado una batalla política dura en nuestro país se vuelve a hablar de las dos Españas, del enfrentamiento sempiterno de la incultura cainita, de la pintura de Goya y de la incapacidad genética de nuestra raza para convivir en paz y feliz armonía. Es una explicación demasiado socorrida y algo más que gastada. Los españoles suelen creer, por ignorancia o por vanidad, que son el único pueblo que vive el debate político como el enfrentamiento de dos naciones, incompatibles una con otra. Pues bien, también hubo (y hay) dos Francias, como hay dos Italias, dos Gran Bretañas, dos Estados Unidos, dos Rusias. Incluso han aparecido –quién lo hubiera dicho- dos Chinas. Para ser verosímil y ayudarnos a entender algo de lo que nos ocurre, al argumento de las dos Españas le queda por tanto proporcionar alguna explicación acerca del factor, o los factores, que nos distinguen de esa afición por las bipolaridades, tan extendidas por el mundo y que responden al mismo patrón que el nuestro. Cada una, por supuesto, con su propia mitología y sus propias querencias y aborrecimientos sentimentales.
Tampoco es particularmente español la falta de un liderazgo unificador, que ahora se echa tanto de menos en nuestro país. No tenemos un Aznar, ni un González, ni un Suárez (será mejor detenerse aquí, para no suscitar suspicacias innecesarias), pero habrá de reconocerse que tampoco los tienen muchos otros países. Vivimos tiempos polarizados y es frecuente –aunque no sea lo mejor, sin duda- que el liderazgo actual se nutra de la confrontación y, como dicen nuestra izquierda, o nuestros progresistas, de la crispación. O acaso no son o no han sido «crispantes», vamos a decirlo así, Tsipras, Trump, Boris Johnson e incluso, a pesar de su cuidada imagen centrista, Macron…
Tampoco es propiamente español el clima de enfrentamiento cultural. Procede del hastío de unas clases medias y trabajadoras ante la arrogancia de unas elites que quieren imponer su programa ideológico como si fuera el único legítimo, con la consiguiente demolición – de una violencia a veces algo más que simbólica- de todo aquello que una parte muy considerable de la opinión público y la ciudadanía sabe que es por lo menos tan lícito como aquel. Antes bastaba con el monopolio de la cultura oficial, la enseñanza y la televisión. Ahora ya no. Ahora esas elites consideran una misión de orden religioso utilizar todo esto para un programa de conversión a la fuerza. Como era de esperar, hay resistencias, en particular cuando esa virulencia ideológica, sostenida desde el Estado, va acompañada de una crisis como la de 2008 y viene ahora propiciada por la del covid-19, que ataca sobre todo a aquellos que esas elites desprecian. Que el clima que surja de la pandemia prometa ser de enfrentamiento no es, en ningún caso, algo propiamente español.
Lo que sí es específicamente español es la sostenida y cada más declarada voluntad antinacional de ese ataque. También está ocurriendo en otros países occidentales, pero en el nuestro la obsesión antinacional tiene una larga tradición, de más de un siglo. Desde la Transición no ha encontrado barreras serias, ni alternativas. La izquierda progresista ha llegado a tal punto que considera lícito gobernar con quienes quieren y han intentado acabar con España, utilizando la violencia si ha hecho falta. Hoy en España se gobierna contra la otra mitad del país. Combinado esto con el hastío anterior, el resultado era inevitable.
Lo que sorprende de esta respuesta es su naturaleza pacífica, democrática y liberal. Es posible que en el PP empiecen a arrepentirse ahora, después de comprobar esta realidad –evidente desde siempre, para quien quisiera verla-, no haber tomado la iniciativa cuando había que tomarla, hace ya demasiado tiempo. El caso es que aquí no hay bandas violentas, ni chalecos amarillos, ni exhibición de armas, ni ocupación de las instituciones. El gesto más audaz de la «feroz» derecha española es pedir algo de dignidad a la institución parlamentaria y sacar al balcón las cacerolas. Se manifiesta bajo la bandera constitucional, se emociona con el himno nacional, aplaude a la Policía y a la Guardia Civil, da vivas al Rey. Todo muy subversivo, disruptivo y «crispatorio» para el progresismo. La izquierda progresista, aquella a la que se le llena la boca de la palabra «crispación», aplaude, cuando no gobierna con los herederos de los terroristas, asalta a las fuerzas de orden público, exhibe banderas anticonstitucionales en cada manifestación y expresa cada vez con más descaro su nostalgia por la Segunda República y la Guerra Civil, aquellos años de convivencia, tolerancia, armonía y, faltaría más, ausencia de crispación. Qué tiempos…
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