Opinión

Erotismo y pandemia

Nada peor que la constante incertidumbre o tener que vivir en el ámbito de la inquietud. Pero las circunstancias del COVID-19, que todavía atravesamos, rebosan de informaciones escasas y hasta contradictorias. Pocos saben qué hay qué hacer e incluso qué decir sin caer en posterior ridículo. Cada país en la desunida Europa o en América –de Norte a Sur– ha decidido seguir su incierto camino y no cabe duda que los más ricos han salido como de costumbre mejor parados, salvando el desbarajuste del casi desconocido modelo, aquellos EE.UU., que Trump ha descarriado aún más, sin entender a qué carta quedarse, aunque probablemente en menos que canta un gallo lo veremos reverdecer. La incertidumbre se revela principalmente en los puntales sociales. Nadie sabe todavía qué hacer por los andurriales de la enseñanza. Hay que salvar a niños y jóvenes, pero cómo, se preguntan las autoridades académicas. Internet y sus derivados ayudan, pero no cabe entenderlo como solución universal. Los jóvenes, tan partidarios de la fiesta y hasta de las concentraciones de macrobotellones, no desean sujetarse a la disciplina del confinamiento, distancia y mascarilla. Si las costuras no las sostiene casi nadie, ¿qué decir de las ansias de aquella libertad que una sociedad en aparente crecimiento de bienestar iba a ofrecerles, pese a perspectivas de trabajo incierto y una vida personal cada vez menos regida por una moral religiosa que antes imponía silencios? La nueva consideración del sexo –ya abierto a toda suerte de posibilidades y combinaciones– tema casi fundamental para jóvenes, maduros y hasta ancianos ¿cambiará en esta nueva sociedad que los augures anuncian contradictoriamente, fruto de múltiples desgracias o con un rayo de esperanza? El deseo de abandonar las ciudades para disfrutar del aire libre es otra de las utopías, como prescindir del automóvil –a corto plazo por lo menos– y ya se ha conseguido que las grandes compañías de aviación desciendan, inoperantes, hasta los infiernos.

Costó siglos transformar una sociedad aparentemente puritana o desdeñosa del sexo, heterosexual y machista (porque la mujer no dejaba de estar al servicio del placer masculino, salvo la eterna minoría). Georges Bataille, a quien conviene todavía leer, iba mucho más allá y entendía que «si el erotismo es la actividad sexual del hombre, es en la medida en que ésta difiere de la sexualidad animal». Los humanos tratan de hallar la sofisticación intelectual del placer y a la vez –ley de la especie– la reproducción. Pero se ha querido observar, al margen de la pornografía, ahora tan abundante en las redes, una transformación –el erotismo– tan antiguo como el arte helénico o el hindú, que ya lo sublimaron desde diversas perspectivas. De ahí que se asombren algunos ingenuos sobre la proliferación –mera designación– de combinaciones y actitudes imaginativas que envuelven prácticas que ya existían, aunque innominadas y secretas. El erotismo se relacionó con actividades místicas religiosas y, en otro sentido, prácticas casi prohibidas, pero que una pátina de cultura podía convertirlas en cultura como más tarde en la literatura del Divino Marqués. El propio Bataille advertía, ya en 1979, que «el erotismo es uno de los aspectos de la vida interior del hombre. En este punto solemos engañarnos porque continuamente el hombre busca fuera un objeto del deseo». El fenómeno es complejo y constituye sin duda uno de los misterios que van desvelándose, no sin resistencias de todo tipo, en ciertos ámbitos sociales.

Hay quien cree que el mundo posterior a la actual pandemia, sus rasgos materiales y hasta los condicionamientos sociales, se alterarán profundamente. Quienes navegamos entre pánico, desgracia o naufragio debiéramos ir modificando costumbres y hasta signos externos de lo que cabría entender como nuevo erotismo. La primera oportunidad lo descubrimos en la, en teoría, antierótica mascarilla, que elimina de nuestro rostro sonrisas, picardías, cualquier signo de placer y hasta de lujuria. Bien es verdad que otras civilizaciones andan con los rostros cubiertos, pero los occidentales desearíamos seguir formando parte de los «destapados». Las mascarillas, integradas a la moda, pueden liberar nuevas sensaciones. Mas ¿y la proximidad perdida, el roce de la piel o el beso ofrecido y hasta robado? Nuestro rostro supone un primer escalón erótico. Y el juego puede seguir hasta que los peligros de esta u otra pandemia acechen como secretos enemigos y nos conviertan en frígidos, distantes, temerosos.

Esta nueva realidad ¿alterará también las relaciones erótico-sexuales? Tal vez los meses de confinamiento han mostrado ya signos positivos y también negativos. Unos han descubierto la cocina, otros la compatibilidad –antes supuesta– de la pareja, el sufrimiento común y hasta placeres antes inconfesables. El erotismo y el mundo del sexo sigue siendo interiorización, sorpresa o salto en el vacío. Invade el arte, incluso el religioso y se adentra en insatisfacciones y secretos que jamás admitiríamos, sin aludir a otras complejidades íntimas de la culpa o los remordimientos, placer mental no menos erótico. El mayor peligro es el miedo o el repentino descubrimiento de que él o ella o ellas o ellos o el poliamor –que siempre existió– resulten ya inalcanzables, frustrados por una rutina tal vez no menos placentera.