Coronavirus
Dar la mano con el codo
La Covid-19 se ve que nos está volviendo más escrupulosos, o más europeos, según se considere
La nueva normalidad nos ha metido unos usos sanitarios que van colonizando el devenir diario. Unas mascarillas y frascos de geles sanitarios que ahora las señoras mayores se aplican en las muñecas como antes se daban el perfume de las tiendas. Cuentan los expertos, este es un país de mucho entendido, no hay más que asomarse un rato a la televisión o las redes, que los hábitos se construyen en un calendario de veintiún días, que es lo que tarda cualquiera en adecuarse a un horario o a desprenderse de la adicción del café. Aquí, que somos mucho de costumbres, llevamos cuarentenados con lo del virus tres meses y ya afloran comportamientos de poca raigambre y nada consuetudinarios.
En esta nación, nación de naciones, nación autonómica o autonómica nación, que ya se está hecho un lío, se ha crecido con una mentalidad populachera, mediterránea y mestiza que en la fiesta nos empujaba a ofrecer la cerveza y el mini de rebujito o sangría al primer fulano con el que se departieran tres palabras. Esto de compartir la intimidad del vaso se daba por descontado y nadie estaba con el despejo atento a que ningún compadre le pasara en el calor de un bar, como cantaban aquellos de Gabinete Caligari, una gripe, un resfriado, un herpes, una hepatitis o una mononucleosis. Lo normal era ofrecer la copa de uno, como Cristo en la última cena, porque se entendía como un acto de confianza, igual que lo otro era un acto de fe. Al que se miraba con ojeriza, y hasta se tildaba por lo bajini de desconfiado y matarrollos, era al listo que te regateaba el sorbo y te señalaba dónde andaban los tubos de plástico para que tú mismo te sirvieras el whisky y no le empapuzaras el suyo de saliva. Con este precedente tiene cierta ironía que hoy todos estemos dándonos la mano con el codo.
El coronavirus ha devuelto la palabra «escrúpulo» a la conversación y, como a los reos y malqueridos de la cuerda carcelaria, la ha reinsertado en la vida corriente. El vocablo acuñó mala reputación cuando se la empleaba para tildar la moral del prójimo y afearle la imagen delante del tendido. Esto de ser «poco escrupuloso» arrastraba una connotación peyorativa que invitaba a pensar más en los valores que tachonan la conciencia del vecino que en sus aprensiones físicas. Ha tenido que venirnos la «plaga china», como predica ese Churchill de Washington que es Donald Trump, para que cada uno se sirva la ensalada en su plato durante las comilonas con la pandilla, los colegas anden pendientes de cuáles son sus cubiertos y en las terrazas nadie se despiste con la servilleta. Hay quien va más allá y atisba el declive de esa usanza de saludarse con dos besos, que algunos contemplan como un juego de riesgo o la nueva ruleta rusa, lo que, sin duda, supondría una grave merma del acervo peninsular. La Covid-19 se ve que nos está volviendo más escrupulosos, o más europeos, según se considere, y nos ha tornado algo maníacos con la limpieza de manos, aunque tampoco conviene desesperar: todavía nos queda mucha reserva de atavismo en el botellón.
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