Opinión
Ni puedo ni debo callar
A la hora de escribir este artículo, no sabía por dónde empezar. Porque están sucediendo tantas cosas, que me traen desconcertado, y me duelen en lo más hondo, porque, como he dicho en mis anteriores comparecencias, aquí mismo en esta página, España, mi Patria, nuestra Patria sufre. Hace unos días, y aún hoy, cuanto se refería a la Guardia Civil, «Benemérita» y bien ganado y merecido este su título de honor, tan reconocido por la inmensa mayoría y ahora humillado por un sector, irrelevante aunque con poder en la mano, que no merece respeto alguno, pero que tampoco conseguirá ni humillación ni desprestigio de la «Benemérita». Siguen y se entrecruzan otros hechos y asuntos, en una especie de barahúnda que siembra cuando menos confusión y desconcierto, sin saber bien qué se pretende, a dónde vamos a quién se beneficia. Pero mira por donde a esta situación, el domingo, se añadía otra cosa más: solemnemente, por la TV, a la hora de la comida, se anunciaba y se presentaba con orgullo de autocomplacencia como un logro, que por primera vez se daba en la democracia por su elevada cuantía, el reparto de las ayudas económicas entre las autonomías, sin criterios equitativos, de muchos millones de euros destinados al sector sanitario y escolar, y se otorgaban con discriminación palmaria a la salud pública y a la escuela pública (pienso que cuando se decía «pública», se quería decir «estatal», o de iniciativa estatal. ¡Qué énfasis puso en su voz el Sr. Presidente, al referirse a la «escuela pública»! Impropio de un Presidente, que lo es legítimamente de todos los españoles, tal énfasis que en el mismo tono de voz era de suyo discriminatorio, revelador y excluyente respecto a la iniciativa social, a lo social no confundible con lo estatal, pero también público. Así no, así no vamos, no estamos yendo a ninguna parte, así nos precipitamos en el vacío: si se excluye a la iniciativa social, y sólo lo estatal, acaparador único de lo público ¿dónde estamos?. Porque esto mismo, acaecido el domingo, está indicando que no se respetan los derechos humanos universales y se niega la verdad o se la confunde y diluye. Y no se pueden respetar cuando se está intentando edificar sobre la mentira o sobre la negación de la verdad. Es preciso caer en la cuenta de la discriminación de ciudadanos en tal decisión. Hace unos años se hizo famoso el artículo, desafortunado, precipitado e injusto, de un señor en un medio de comunicación que titulaba: «¡Qué error, qué inmenso error!». Parodiando aquello, me atrevería a decir ahora: «¡Qué horror, qué inmenso horror!». Porque es un horror el intentar conducir a nuestra sociedad por las vías de la pérdida del sentido de la verdad, en definitiva por la mentira y por el relativismo, cáncer social y cultural con metástasis generalizada. Hace unos años, cuando tras la caída del muro de Berlín se celebró poco después una Jornada Mundial de la Juventud en una capital europea, y al grupo de la diócesis a la que entonces servía se adhirió el grupo de albaneses, que por primera vez se les permitía salir de su país; y un joven albanés no comprendía que la mentira era una faltar a la verdad y era un mal personal y social; creía que se trataba solo de un instrumento para manejarse o moverse en la sociedad –así se lo habían enseñado en aquel régimen que los tuvo oprimidos, esclavos y cegados– para las relaciones sociales, un arma social y política, pero que no era un mal en sí mismo, y un daño, de suyo; los otros jóvenes de mi diócesis trataban de enseñarle y mostrarle al albanés, y a los otros albaneses callados, la verdad de esto, y no lo entendían, se asombraban. Pero además de esto, me pregunto, ¿cuál fue el fin de la Unión Soviética? ¿El fracaso económico? Todos sabemos que no, que su fracaso vino de su sistema establecido que había erigido la mentira como principio del pensar, del hablar y del hacer. En aquel sistema no cabía la verdad, ni la libertad, ni los derechos humanos fundamentales, ni la democracia real, no meramente formal y engañosa, verdadera y justa, ni contaba la persona humana ni el bien de la persona, ni el bien común. Por encima, los poderes anónimos, sin alma, la ideología, los intereses de la colectividad, pero cercenada la libertad personal.
Todos, en España, tenemos un compromiso social y político con la democracia; no se nos olvide si queremos subsistir. No debería caber en ese compromiso, en absoluto, el menor resquicio de una tentación totalitaria. Es inhumano que la autoridad política caiga en formas autoritarias o en formas dictatoriales que lesionan gravemente los derechos de las personas o de los grupos sociales. La democracia reclama asentarse y fundamentarse en valores fundamentales, válidos por sí y ante sí, esto es, verdaderos por sí y ante sí, sin los cuales o no habrá democracia o se le pondrá en serio peligro. Una auténtica democracia es posible en un Estado de Derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. La persona humana y su dignidad, el ser humano en su verdad es el fin inmediato de todo sistema social y político, especialmente del sistema democrático verdadero que afirma basarse en sus derechos y en el bien común, que siempre ha de apoyarse en el bien de la persona y en sus derechos fundamentales, universales e inalienables. El Estado está al servicio del hombre, de cada ser humano, de su defensa y de su dignidad. Los derechos humanos no los crea el Estado, ni son frutos del consenso, ni concesión de ninguna ley positiva, ni otorgamiento de un determinado ordenamiento social; el Estado y los ordenamientos jurídicos sociales han de reconocer, respetar y tutelar que corresponden al ser humano por el hecho de serlo, a su verdad más profunda en la que radica la base y posibilidad de realización en libertad. Cualquier desviación o quiebra por parte de los ordenamientos jurídicos de los sistemas políticos o de los Estados en este terreno nos colocaría en un grave riesgo de totalitarismo real o encubierto, que nos conduciría a una quiebra de concordia y conduciría también a una quiebra social y humana de hondo calado y de imprevisibles consecuencias, hasta económicas. ¿Es esto lo que se quiere? He de confesar que ese riesgo es real a juzgar por los hechos, por ejemplo, lo que se pretende con la educación, o a lo que se intenta con el mundo del trabajo, y de la miseria, en lo que sólo se logrará algo positivo no robando la dignidad del trabajo sino creando empleo, y lo mismo cabría decir de los derechos de la familia, con el índice de natalidad más bajo de toda la historia, y lo mismo de la atención debida a nuestros mayores que tan zarandeados están viéndose en los últimos meses, sin la atención que se les debe por derecho propio, o la atención y el derecho a la vida, que tan en peligro se encuentra. Volver a la verdad es clave para que haya un futuro. Caminando en la mentira vamos al horror de la ruina sin ningún futuro. Como siempre daré voz a los sin voz, y apelaré a la verdad que nos hace libres. Y nada ni nadie me hará callar, por solidaridad y responsabilidad con el hombre, a quien me debo, que es el camino de la Iglesia, como dijo San Juan Pablo II en su Encíclica programática «El Redentor del Hombre», el Papa de los derechos humanos como se le reconoció cual «signo de contradicción».
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