Coronavirus
100 días después: «Papá, ¿por qué llora la abuela?»
Entender que no vas a entender ni lo de las fases ni el inexplicable lío de la cifra de muertos
Cada dolor de cabeza, cada día que estabas algo cansado, ese miedo de haberlo pillado.
Por suerte, el termómetro nunca subía de 36.5.
Había que hacer Sciences y dictados y pasar después a Zidane y la vuelta de LaLiga. Había que evitar confundir Arts con los deportistas enfadados o con la imposible tabla del ocho.
Había que hacer turnos para coger el ordenador.
Y no fue nada fácil tampoco conseguir que los abuelos encontrasen el botón de la cámara del Zoom... Y después, además, el del sonido.
El sonido, por cierto, que tenías que decirle a tu hijo que quitase para que pudiesen dar clases las profes.
La cámara, para descubrir las barbas, los pelos o las ojeras de aquellos que no podías abrazar.
Salir todos los jueves por la noche a tomar copas, sin salir de casa.
Ese momento en el que de verdad pensaste que no ibas a encontrar papel higiénico.
Contaste las servilletas de papel que te quedaban, por si acaso. Una emergencia siempre es una emergencia.
Hacer la compra como si llegase el fin del mundo. Y las cajeras aguantando de pie, sin una queja.
La cita de las 8 de la tarde.
Las cartas, el Risk, los Colonos del Catán, Dios bendiga la Nintendo.
Las notas fueron buenas, gracias.
«Le han ingresado en el hospital».
Oír a los pájaros por la mañana en el centro de Madrid.
«Si quiere puede seguir pagando, aunque no le demos el servicio, por los trabajadores de esta empresa».
Hacer deporte bajito, para no molestar al vecino de abajo.
Esa sensación de que podías aguantar así lo que fuera, que no se estaba tan mal.
Sospechar, cuando tu hijo te dice «vos», que su educación estos últimos meses ha dependido más de Mafalda que de otras cosas.
Esa sensación de que o terminaba esto ya o no sabías cómo ibas a poder aguantar.
Dejar de hacer deporte y comer en tres días lo que habías planeado para una semana o dos.
Encontrar un libro y poder concentrarte en algo que no fuera la curva.
Ver a Fernando Simón por la tele.
Entender que no vas a entender ni lo de las fases ni el inexplicable lío de la cifra de muertos.
Ver a Pedro Sánchez.
Leer los periódicos, seguir Twitter, comprender, sobre todo, que a muchos el confinamiento les ha hecho perder la cabeza.
Tomarte a los tóxicos como lo que son: unos bufones.
No tener ni idea en qué día de la semana vivías, madrugar o acostarte tarde, perder la noción de los horarios.
Y que se escape una primavera entera.
Salir a correr, esa mañana, entre la multitud.
El orgullo absurdo, pero orgullo al fin, de no haber participado en ni una cacerolada.
Y ayer, cara a cara, al fin, sólo los ojos tras las mascarillas:
«Papá, ¿por qué llora la abuela?».
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