Opinión

La dignidad pisada de las víctimas

En las últimas páginas de «Patria», la monumental y tan necesaria novela de Fernando Aramburu, cuando Bittori, la viuda de Txato, asesinado por ETA, visita su tumba en el cementerio y su hijo le pregunta si se lo pasa bien hablando sola con el «aita», ella responde: «Me da consuelo. Y, total, no hay a mi lado gente que me escuche». Es esa soledad, ese terrible abandono que viven los familiares a los que se les arrancó una parte de su vida, incluso más, lo que no se puede borrar. El mensaje terrorista es tan inhumano que es fácil de entender: el exterminio de un adversario político, alguien que molesta en el camino triunfal hacia una Eukal Herria pura. Pero luego la vida continúa y los asesinos se pasean ufanos de sus hazañas y, peor todavía, se ha borrado toda responsabilidad moral de esos ojos que vigilaban en la oscuridad de la noche, de los silencios que anunciaban el aislamiento social y la tragedia, de la cobardía de los que miraban hacia otro lado, o buscaban ellos mismos la sumisión al régimen de terror cuando la sangre se la llevaba la lluvia hasta al alcantarilla y entonces decían ese terrible «algo habrá hecho». Esos cómplices ocupan hoy cargos públicos y electos tras eliminar muchas veces a sus directos competidores, mientras los familiares de las víctimas deben seguir asistiendo a esa doble muerte. Algunos dicen que su tiempo ha pasado, que son el recuerdo de los «años de plomo», que llegó la paz y el que no se suba a ella, va contra ella.

Pero la historia del siglo XX, tan fructífera en matanzas políticas, ha enseñado que no hay paz si no hay justicia. El mensaje de ETA, su discurso de odio y exclusión de los adversarios permanece igual que cuando disparaban a la nunca. Hemos llegado a oír en el Congreso la reivindicación de su herencia, cómo desprecian con un infame «fascistas» a los que intentó liquidar mientras ellos reclaman la pureza democrática o cómo es justificada la violencia incluso por un vicepresidente del Gobierno que alabó a los terroristas porque ellos fueron los primeros que supieron ver que el Estado, el «régimen del 78», era «irreformable». El Gobierno de Pedro Sánchez se sustenta con el apoyo de un partido como EH Bildu, esqueje de la misma rama que ETA, y no basta con decir que ahora son tiempos de paz porque ellos no han pedido perdón por un solo muerto. Puede decirse que el precio por estar en las instituciones y pactar con el Ejecutivo –hasta la reforma laboral– lo han pagado 864 muertos y 7.000 víctimas –heridos, extorsionados, perseguidos–, porque en nada se han desdicho de su estrategia. La Asociación de Víctimas del Terrorismo siempre ha asistido al homenaje que cada año se celebra el 27 de junio en el Congreso de los Diputados, pero este año ha decidido no participar porque la «verdad, memoria, dignidad y justicia» de las víctimas no está siendo defendida por este Gobierno.

Puede que Pedro Sánchez no haya reparado en el vínculo moral que nuestra democracia tiene con la lucha contra ETA, pero, desgraciadamente, son indisolubles. Fue el mayor ataque a nuestra convivencia, el que despreció la vida de políticos, jueces, periodistas, militares, guardias civiles, policías, gente de izquierda y de derecha, defensores de la libertad, ciudadanos honrados y trabajadores para imponer un régimen etnicista delirante. Así fue, y precisamente ese abrazo –por cuatro votos– para conseguir la presidencia es lo que realmente ha descosido las costuras de nuestro país. Su acuerdo con los herederos de ETA era un paso con el que no se contaba y, en esencia, ha supuesto una derrota para las víctimas que sufrieron la violencia. Efectivamente, los que han sentido directamente el zarpazo del terrorismo tienen razones para sentirse solos. Necesitan un Gobierno decente que rompa cualquier lazo contra con los que siguen exaltando la violencia, un país que repare la decencia de su muertos.