Opinión
Criticar al poder judicial
Los recientes ataques contra monumentos históricos, algunos impulsados por enemigos de España y su presencia universal, responden a una tentación recurrente, la de imponer las ideas propias, sin respetar el pensamiento ajeno. Es una tendencia paralela a la intención de construir la historia, en lugar de dejar su descripción, valoración y crítica al espíritu libre de los ciudadanos.
Resulta difícil superar la tentación de imponer las ideas propias cuando se actúa desde las instituciones. Montesquieu ya se dio cuenta: quien tiene algún poder tiende a conservarlo, quien lo tiene en grado sumo se niega a compartirlo, quien es un mandatario se cree un mandarín.
Hay un poder especialmente irritante para quien manda: el poder judicial. Su notable independencia, su capacidad de pronunciar palabras de ley, su carencia de jefes, aunque tenga superiores, su intensa facultad de resolver, sin recibir nunca órdenes. Son cualidades del juez, que ponen nervioso a quien no tolera la réplica, ni está dispuesto a reconocer el propio error, ni las propias limitaciones. Paradójicamente, el tan incómodo poder judicial es débil, dependiente económicamente, exigente laboralmente, severo éticamente.
Nuestro sistema está construido sobre el respeto a la ley (artículos 1, 9.1 y 10 CE), la cual no sólo constituye una frontera, que no puede atravesarse sin temeridad. Por encima de todo, la ley es fuente de legitimidades, más que de límites. Uno de los debates de actualidad enfoca la crítica legítima del poder judicial. Es natural esta polémica en países como el nuestro, altamente judicializados, donde se confía más en los tribunales que en los pactos, más en las sentencias que en las opiniones.
En general, los pronunciamientos de los tribunales son alabados por quien gana el pleito, y denostados por quien pierde. Pero es cierto que algunas sentencias originan críticas que merecen una reflexión. El problema se plantea cuando las instituciones asumen el protagonismo de la crítica, posicionándose en temas propios de la opinión. Vemos ayuntamientos que sitúan emblemas ideológicos en sus mástiles, o declaran «persona non grata». También vemos altas autoridades exigiendo leyes claras que los jueces no puedan saltarse, un cambio en la integración de la judicatura, un nuevo modelo de juez y de justicia.
Hemos de distinguir la opinión ciudadana, difundida a través de los medios o las redes, de las posiciones que asumen las autoridades, desde la responsabilidad de su función. Los ciudadanos están amparados por la libertad de expresión, consagrada como derecho fundamental. Sin embargo, las autoridades públicas no están legitimadas, desde su función propia, para censurar al poder judicial ejerciendo ese derecho.
La independencia del poder judicial tiene dos caras. Por un lado, evita al juez verse descalificado por otros poderes en el ejercicio de su misión. Por otro lado, deslegitima al juez para entrar en el debate político, defendiendo en públicas discusiones sus pronunciamientos. Ello tiene que ser así, porque el poder judicial se encuentra al margen del debate político. El ejercicio de su autoridad no se encuentra sometido a la aprobación de otras instituciones. Los tribunales no pueden ser reprobados por ninguna autoridad de España, porque ninguna tiene facultades para ejercer dicha misión censora. La libertad de expresión política no puede legitimar la reprobación de un tribunal por parte de ninguna institución, ni aun siendo ésta genuinamente democrática.
La jurisprudencia ha considerado ilegítima la actuación municipal consistente en reprobar al Rey, o declarar a un ciudadano «persona non grata», al ser dicho pronunciamiento claramente impropio de una autoridad institucional (STS 24-11-03). Ello es así, porque los poderes públicos no se encuentran en igual posición que los ciudadanos. Las instituciones no ejercen el derecho fundamental de expresarse, más bien cumplen sus funciones con arreglo a la ley, sin atribuirse el derecho de calificar a los ciudadanos (STC 185/1989).
Hemos de esperar que la superación de esta situación difícil por la que atravesamos nos permita alcanzar el equilibrio en los pronunciamientos públicos, y el respeto institucional imprescindible para el funcionamiento regular de las instituciones. El poder judicial, los jueces y sus resoluciones pueden ser criticados, incluso censurados. Pero el orden institucional impone un respeto a todos los poderes públicos, especialmente una consideración hacia el poder más independiente, y al mismo tiempo más invisible: el que da a cada uno lo suyo, garantizando los derechos de todos.
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