Opinión

Morricone

La vida es menos vida sin música. No se puede existir sin ella, como tampoco se puede ni se debe vivir sin esas personas extraordinarias, tocadas con una varita mágica, que dedican su vida a componer la banda sonora de la nuestra. Ennio Morricone es una de ellas. Utilizo el tiempo presente del verbo y no el pretérito porque hace mucho que el maestro alcanzó la inmortalidad. Y esa perpetuidad no sólo será por las más de 500 películas a las que puso la banda sonora ; será por su imborrable huella en nuestra vida, esa es su llave a la eternidad, a la irrebatible inmortalidad.

El recuerdo de un momento inolvidable en la vida de toda persona se teje entre las notas entrelazadas de una partitura. Para unos será «Cinema Paradiso», para otros «Novecento», «La Misión”, «El bueno, el malo y el feo» o «Los intocables». Nuestras vidas suenan a él porque hay nombres que suenan a música como el de Morricone. Así son los artistas, por eso hay que cuidarles, amarles y agradecerles eternamente el haber existido. Hace poco, cambió la música por la palabra para escribir una carta de despedida: «Yo, Ennio Morricone, he muerto». No lo ha hecho. Se ha ido, pero sigue vivo, sonando en nuestro vivir, en eso que Ernesto Sábato llamaba construir recuerdos futuros. Gracias por la música, maestro, como le gustaba que le llamaran. Gracias por hacer que nuestra vida suene mejor, y por emocionarnos sin pronunciar una sola palabra. Un día, Morricone explicó que la música necesita espacio para respirar. La noticia de su muerte hace que ese espacio se agrande. Demasiado.