Opinión

Despotismo desilustrado o a callar, he dicho

150 intelectuales -entre los que figuran Noam Chomsky, Margaret Atwood o Salman Rushdie- firman un manifiesto, publicado originalmente en “Harper’s”, en el que se defiende el derecho a discrepar, denunciando un fenómeno creciente y preocupante en estos momentos: la intolerancia por parte del activismo progresista frente a la crítica o la disidencia. También, cómo no, contra la ejercida desde la derecha más radical. La diferencia es que la actitud censora desde este extremo era esperable, aunque no por ello menos reprobable. Una carta abierta, en definitiva, a favor de la libertad de expresión. 

“La manera de derrotar malas ideas” señalan “es la exposición, el argumento y la persuasión, no tratar de silenciarlas o desear expulsarlas. Como escritores necesitamos una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la asunción de riesgos e incluso los errores. Debemos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias profesionales funestas”

Por supuesto, se monta la de las Navas de Tolosa. ¿Qué esperábais? En un tres y no res son acusados desde redes y medios, como no, de ser una panda de cisheteros blancos y fascistas que no quieren renunciar a sus privilegios. Lo mismo da que entre los firmantes destaquen algunas reputadas autoras. Da igual que haya homosexuales, negros o intolerantes a la lactosa. Seguro que son todos - y todas- unos alienados -y alienadas-.

“¿Y quién no está a favor de la libertad de expresión?”, dice al respecto Rebecca Solnit, autora de “Los hombres me explican cosas” y referente del feminismo -del actual, del hegemónico y homeopático, del histeriquito-. La escritora se negó a firmar la carta porque, en su opinión, parece que defiende la libertad de expresión, pero en realidad no. Aclara que lo que hay es una comprensible hostilidad hacia “posiciones que lo merecen”. Atentos a esto porque es muy sintomático y explica muy bien cómo funcionan las -esas- cabezas. Gracias desde aquí, Solnit, por tan gráfico ejemplo. 

Hay posiciones que merecen hostilidad, dice. Es decir, que merecen ser censuradas, que merecen vituperio y reacciones tan desmesuradas como las que señalan los firmantes y que Rebecca Solnit parece estar a favor de que ocurran. “Hay editores despedidos por publicar piezas controvertidas; libros retirados por supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para escribir sobre ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados trabajos”. Lo normal, hay posiciones que lo merecen. ¿Quién decide cuales? ¿Habrá una policía de las ideas?

Añade Solnit, como explicación, que “por ejemplo, como activista climática tengo tolerancia cero con los negacionistas: en ese tema, no hay dos versiones. Y lo mismo sucede con el resto de asuntos clave de nuestro tiempo”.

Acabáramos. Lo decide ella. Hay temas que no deberían ser sometidos a debate alguno porque solo hay una versión válida. La suya y porque ella lo dice. Y supongo que los asunto clave de nuestro tiempo, los que no admiten disidencia, serán también los que ella decida. O mi vecina Joana después de la siesta. 

La afirmación de Solnit -tengo tolerancia cero en esto, no hay dos versiones- es perfectamente aplicable, aún a su pesar, desde la postura contraria. Un negacionista del cambio climático, por seguir con lo suyo, podría tener la misma visión, la misma tolerancia cero, solo una versión válida. Porque cuando uno defiende una idea no suele hacerlo desde la mala fe, la ignorancia absoluta o la estupidez más abrumadora -hay casos, yo lo he visto con estos ojitos, pero son los menos-. Simplemente lo hace, con mayor o menor fortuna, con la misma pila de razones que pueda tener el otro para sostener la suya. Porque si no fuera así, no estaría, obviamente, defendiendo esa sino otra. Y ahí es donde el debate cobra valor. Cuando uno de los dos, tras exponer ambos sus argumentos, es capaz de convencer y persuadir de que lo que él defiende es lo más adecuado. Lo que viene siendo de toda la vida de dios el sano intercambio reflexivo de ideas y opiniones. 

Así pues, a la pregunta de Rebecca Solnit “¿y quién no está a favor de la libertad de expresión?”, la respuesta no es otra que, como diría mi querido e inmortal amigo Salvador Perpiñá, glorioso guionista de la mismísima Graná, “Pues tú, Rebecca, tía. Tú”. Tú y todos los que como tú pensáis que la libertad de expresión es poder decir lo que se quiera, siempre y cuando coincida con lo que pensáis vosotros. Por vuestras gónadas toreras. 

Aquí, lejos de estar mejor que ellos, les andamos pisando los talones. Escraches como el sufrido por el profesor Pablo de Lora en la Pompeu Fabra, despropósitos como la proposición no de ley para que se persiga cualquier discrepancia en lo referente a viogen, ataques a la libertad informativa como los señalamientos a periodistas por parte, incluso, de miembros del ejecutivo… Casos como estos, digo, no hacen más que apuntalar la tesis de que la libertad de expresión, contemplada en la Declaración Universal de Derechos Humanos, no lo olvidemos, está en grave peligro. 

Lo realmente preocupante no es que se quiera cepillar tal derecho un trastornado anónimo con Tourette y cuenta en redes o una desequilibrada incapaz de controlar sus arrebatos narcisistas o sus excesos cuando tiene un teclado delante. No. Nadie pediría prudencia ni moderación a una suricata con encefalitis. Lo grave es que legitimen el intento personajes con relevancia -y cargo- público, intelectuales, periodistas y otras fiestas de guardar. 

Tratar de acabar con la discrepancia sin mediar análisis, argumentación, debate e intercambio de pareceres es tratar de hacerlo por imposición, coerción y obligación. Por cojones, vamos. Y poco tiene que ver con una sociedad madura y libre.

Cualquiera diría, a la vista de los acontecimientos, que estamos ante el nacimiento de un nuevo régimen. Uno que bien podría llamarse, por su desprecio a los valores intelectuales y a la propia probidad, “despotismo desilustrado”.