Coronavirus
Libertad condicional
El caso es que ya prácticamente miramos a la realidad detrás de unos barrotes y es como estar condenados de antemano
No creo ser el único que se siente en libertad condicional. Veo los rebrotes y los nuevos casos apareciendo por el mapa de España como las marcas de un sarampión y me pongo enfermo. Leo de la propagación del virus y la falta de responsabilidad y pienso que la playa, este verano, la voy a ver en Instagram. Y quien dice la playa dice la calle. Porque a estas alturas casi todos damos por hecho que nos van a volver a confinar y lo único que queda por saberse es cuándo. Y esto es un sinvivir. Me autoflagelo, claro, porque, como todo lo que me sucede, es por mi causa. Fiel a mi costumbre de errar en todo pronóstico propio soy de esos que, muy ufano, apostaban que era mejor tener vacaciones en agosto porque en julio seguiríamos con las restricciones y ahora me lloran los ojos cuando veo las noticias.
Seco mis lágrimas con el antebrazo y perdonen, que me pongo estupendo y no avanzo. Quiero decir que me siento como un narcotraficante de poca monta en una película de Netflix, esos que en el primer minuto de salir en pantalla, por la cara de «pringao» y la percha de buena persona, ya sabes que el título de «Condenado» va por él, y que es quien se va a pasar medio metraje en una celda. Pues esos somos nosotros, unos presos comunes. Pero, al revés que les sucede a los verdaderos delincuentes, la nuestra es una libertad condicional que no es un beneficio penitenciario sino una amenaza. En lugar de aplicarse para avanzar, se esgrime para retroceder. Porque habrán leído que hay otros, que estaban presos como los políticos condenados por el «procés», que han obtenido un tercer grado con bastante facilidad. Recuerdo cómo se afanaron desde el independentismo en sus consignas: «cien años de cárcel», clamaban las víctimas del estado opresor. La realidad es que están en la calle tras ocho meses aunque sus condenas eran de entre 9 y 13 años. Pero es que en esta tómbola hay premio seguro. También durante la pandemia han sido agraciados con la libertad condicional 14 de los 15 condenados por las «tarjetas black», de diversas credenciales políticas y sindicales. Pero los presos comunes nunca tendremos esa suerte.
Pero no vayamos a culpar a los políticos de todo. Nos han dado la condicional y estamos fallando. ¿De qué otra manera se puede explicar el hecho de que tengan que imponer la mascarilla después de aconsejárnosla en todos los idiomas cooficiales? Está claro que no era suficiente confiar en que sabríamos comportarnos. Y me ha dado por pensar si los políticos, que no son mejores que nosotros, van a saber comportarse con su condicional o volverán a incendiar las calles una vez que están libres, ahora que sabemos cuánto importan las calles. El caso es que ya prácticamente miramos a la realidad detrás de unos barrotes y es como estar condenados de antemano. Y solo podemos pedir: por favor, pónganse la mascarilla. Al menos hasta que vuelva de vacaciones.
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