Opinión

La máscara de Simón

No se trata de elaborar un tratado de elegancia protocolaria. Hay momentos en los que uno no se viste para sí mismo sino por respeto a los demás. Ver al inefable doctor Simón sin corbata y con una mascarilla con dibujos de tiburones en un funeral provoca que el recuerdo de muchos de los fallecidos se nuble por el egoísmo de quien cree que mantener sus propios principios, en versión frívola, no planchar las camisas, está por encima de la solemnidad. Ya puestos, el conjunto de pantalón corto y chanclas, tan del español medio cuando la calor aprieta, es más fresquito. Eso debe ser la igualdad. Parecer un extra de «La que se avecina». Simón se apareció en su espiritualidad de héroe camisetero, a lo «influencer» de H&M, y en su carnalidad de contador de muertos suspenso por todos los organismos menos por el suyo. La universidad de Cambridge concluye que España, entre todos los países de la OCDE, fue el que peor gestionó la crisis entre marzo y mayo. Oh, España. No lo dicen los de la cacerola sino unos cerebros para los que Illa es un minúsculo funcionario. La mascarilla de tiburones no deja de ser el símbolo de la impostura, la que esconde el verdadero rostro de la tragedia. Un tipo de «Joker» que nos arrastra a las tumbas de los nombres rotos. La cara de Simón se ríe como la del payaso, arrastra multitudes y abona un delirio minimalista falso porque su ser es barroco. Es imposible mentir sin adornos. A los entierros, más aún cuando son decenas de miles los finados, se debe ir con la cabeza alta y el semblante negro. Como si el invitado fuera a entrar en el ataúd. Cuando se pierden las formas es fácil caer al fondo del agujero. Descansen en paz. Que perdonen que rece sobre una anécdota. Pero los abuelos que se fueron también los mirarían de arriba abajo.