Opinión
Las luces y sombras de los vuelos en la pandemia
He vuelto a volar después de cinco meses. En cuatro días, he estado en tres aeropuertos distintos y he cogido dos aviones. Lo he hecho en pleno repunte de casos en España y hacia y desde una Comunidad Autónoma donde un rebrote de coronavirus provocó que la semana anterior 259 personas se quedaran sin derecho a voto. Con todo, el único control sanitario fue un tímido «¿tiene usted fiebre?» en el mostrador de Iberia de la Terminal 4 de Barajas. Sin más. Puedo confirmar que me hicieron un chequeo mayor en el chiringuito de moda de O’Grove que en tres aeropuertos españoles.
Mi primer viaje en avión durante la pandemia tiene sus luces y sombras. Echaba muchísimo de menos viajar y conocer gente nueva, pero es cierto que con la mascarilla –y en el contexto de realmente no saber si alguien está contagiado o no (más experimentando en primera persona los súper controles que se realizan)– no se dan tantas situaciones como antes para entablar una conversación. No por la distancia, en los aviones de la pandemia los asientos de en medio siguen ocupados.
Si hay algo positivo es que no se hacen filas una hora antes del embarque ni hay quien se intenta colar ante la posibilidad de que se lleven tu equipaje de mano a la bodega. Ya no hay esa necesidad por hacer colas cual ganado. Van llamando poco a poco, por la numeración del avión, comenzando por los asientos del final. En definitiva, un embarque más ordenado (los dos vuelos salieron puntuales) y te ahorras una hora de respiración de un desconocido en el cogote y el estrés que supone hacer fila en España: nunca sabes en qué dirección puede ir.
Una vez a bordo, en Iberia por lo menos, te entregan una toallita hidroalcohólica. Hay quien la guarda para el final, quien la usa inmediatamente y quien se dedica a limpiar con ahínco todo su asiento haciendo hincapié en la mesita plegable. Cualquier precaución es poca, sobre todo, teniendo en cuenta que mi compañero de ventanilla llegó a un asiento en el que el pasajero anterior se había dejado migas de pan y una botella de agua vacía. Seguramente también le preguntaron al llegar si tenía fiebre y por eso no hizo falta limpiar su asiento para el siguiente vuelo. Mi compañero de fila, por cierto, llevaba una camiseta en la que se leía: «El Altar del Holocausto». Reconozco que antes de la pandemia, le hubiera preguntado directamente qué era eso, pero esta vez esperé a tener datos para buscarlo yo misma.
En pleno vuelo, el capitán intentó tranquilizar al pasaje al anunciar que el aire en este avión filtra un 99,9% de cualquier patógeno, incluido el coronavirus. «Todo este aire se renueva cada dos o tres minutos. La circulación dentro de la cabina es de arriba a abajo: entra por el techo y se recoge por el suelo, sin desplazamientos a lo largo y ancho del avión. Es decir, que el aire que recibe cada uno de ustedes no lo comparte con quien está a su lado», indicó antes de aterrizar.
El desembarque del avión también es ordenado y por filas. Nadie debe permanecer en el pasillo. Por primera vez en años, nadie se levantó y sacó su maleta mientras el avión seguía en movimiento.
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