Opinión

Algoritmo rojo

China invierte con vocación de croupier en los bancos de la Inteligencia Artificial. Un reportaje de Ross Andersen en «The Atlantic» dibuja un mundo distópico, mientras el presidente Xi Jinping promueve una revolución tecnológica que permitirá controlar a mil millones de personas en tiempo real. Los jerarcas rojos aspiran a que las cámaras del gobierno controlen todos los espacios públicos. Andersen explica que las imágenes son peinadas con algoritmos y que cualquier persona será identificada, instantáneamente, mediante la inteligencia artificial, capaz de relacionar a cada ciudadano con un «océano de datos personales». Los tiranos aspiran a que los algoritmos combinen millones de datos, de textos escritos a registros de viajes, de preferencias culturales a los amigos en redes sociales, de los hábitos de lectura a todas y cada una de sus compras, a fin de «predecir la resistencia política antes de que suceda». De momento los cabezas de huevo del partido ensayan sus herramientas con el millón largo de uigures encarcelados, la minoría étnica y religiosa masacrada por la tiranía en Beijing sin que el resto del planeta ose protestar. Si creen que la melodía que entonamos suena a Matrix y que Andersen exagera sepan que China tiene a medio mundo haciendo cola para comprar su naciente tecnología. África primero y más tarde varios países sudamericanos permanecen conectados al suero crediticio de un gigante neocolonial que, como advirtiera Timothy Snyder, compra tierras con una voracidad que recuerda a la monstruosa obsesión con el lebensraum del III Reich. No exageramos al afirmar que las democracias viven amenazadas y que la libertad está en la diana, clavada como una mariposa agónica. Un viento crudo sopla dentro del cableado democrático, propulsado por los agentes populistas, así como en el exterior de la ciudadela, acaudillado por Xi Jinping, Putin y otros. Sólo nos faltaba que en EE.UU. repita victoria un proyecto de autócrata como el actual presidente. Aunque los reveses están garantizados y el progreso resulta siempre reversible las estadísticas demuestran que el mundo ha mejorado y es mucho más habitable, pacífico y justo que hace cien años. Pero vivimos tiempos de zozobra. De confusión ideológica. Donde florecen los parásitos y fomentan sus sueños de control los viscerales partidarios del irracionalismo. El Covid-19 acelera las peores pulsiones de mono desnudo. Los policías del ciberespacio y los del culto a la personalidad surfean la ola del miedo.