Opinión

La firme proa separatista

Si hay una cosa que durante la última década se ha mostrado como especialmente incuestionable por clara y manifiesta en la política española, esa es la hoja de ruta del, en otro tiempo nacionalismo catalán ahora evolucionado a independentismo, con meta y objetivo final en la separación de este territorio del resto del Estado español. Una bitácora marcada por el tacticismo de cada momento político según circunstancias como quienes gobiernan a nivel nacional, qué perfil tiene el inquilino de turno en la Moncloa, cuánta dependencia parlamentaria existe respecto a los escaños separatistas en Madrid o sobre todo cuál es el grado puntual de fortaleza de las instituciones del Estado, pero cuya proa en ningún momento ha desviado el objetivo a pesar de puntuales retiradas tácticas, en la dinámica de dos pasos adelante y uno hacia atrás. El soberanismo nunca retrocede, si acaso da media vuelta y avanza. La rápida aplicación hace días del tercer grado penitenciario a los condenados por sedición, lo que supone una situación de semi libertad manifiesta, además de dar alas a una parroquia independentista que comenzaba a reparar en que la justicia del Estado actúa sean quienes sean los que violan la ley, ha supuesto un verdadero y autentico rejonazo, no solo para la defensa de los valores constitucionales en esa comunidad, sino sobre todo para los millones de catalanes –una mayoría mientras no se demuestre lo contrario– que llevan tal vez demasiado tiempo adoleciendo de una más clara presencia del Estado en un territorio donde no resulta precisamente fácil cantar a los cuatro vientos la condición de español. La nueva situación penitenciaria de unos condenados cuyas penas sumadas rondaban los cien años de prisión subyacía como una de las nunca reconocidas condiciones para el apoyo al Gobierno de PSOE y Podemos, algo que difícilmente se podrá demostrar a pesar de la confluencia de los hechos. De momento eso sí, este punto ya está liberado para formar parte de la agenda en la mesa de negociación creada entre Gobierno y Generalitat. Muchos catalanes no independentistas contemplan cada vez menos atónitos a decir verdad, cómo ahora los graves acontecimientos de 1 de octubre de 2017 y la DUI resulta que se sitúan en la escala de unos traviesos juegos festeros cargados de simbología. Tal vez por ello lo que hace tres años resultó una imponente movilización del constitucionalismo en Cataluña sacando a la calle sin pudor y con todo orgullo miles de banderas de España e incluso certificando en las urnas a una formación no nacionalista como primera fuerza política del parlamento autonómico, ahora resulte sencillamente una quimera. La realidad es tan tozuda como que el separatismo no está hoy peor que hace tres años a pesar del órdago del «procés». Existe un parón táctico obligado por las circunstancias dramáticas del Covid, pero ni se ha pedido perdón por el golpe, ni se oculta la intención de «volverlo a hacer». La siguiente meta volante pasa por conseguir para el independentismo –cosa probable– que la barrera del 50% de los votos sea superada por vez primera. Su proa sigue firme y dura, como el casco de un rompehielos